sábado, 23 de noviembre de 2013

MARAMA Y SÁNDOR

SÁNDOR

Se dice que todas las personas tienen una historia, pero hubo una vez un hombre que tenía miles. Algunas las ideó él mismo, otras las vivió y otras las tomó de unos labios amados por él, robando una con cada beso que le daba. Pero contar esto es comenzar por el final y así no debe empezar ningún relato.
Nació en Hungría y allí vivió su infancia. De su tierra natal recibió el regalo de un profundo amor por la música y de sus padres, que le contaron sus primeros cuentos, la fascinación por la palabra. Le llamaron Sándor, forma húngara del nombre Alejandro. Tal vez por ese motivo, por honrar el nombre que llevó el más grande de sus tocayos, quiso desde muy joven recorrer el mundo y realizar conquistas, aunque él no soñaba con oro o posesiones: solo quería conquistar historias. Era apenas un niño cuando huyó de casa. Con las manos vacías y a pie, emprendió el largo camino que le separaba del mar. Conoció el hambre y la sed; sus ropas se ensuciaron y rasgaron; sus pies descalzos se llenaron de ampollas y heridas sangrantes, pero nada pudo detener su marcha. Cada penuria era para él un capítulo de su Libro de Aventuras (al que otros llamaban “vida”) y lo aceptaba con el convencimiento de que tendría un final feliz. Tras muchos días de viaje, cuando ya no sabía si hacía semanas o años desde el momento en que partió de la casa paterna, lo vio. Estaba allí, lejos aún, más azul que el cielo, más brillante que la plata y, pese a que lo veía por primera vez, lo reconoció: el mar; esa porción de agua que se convertiría en su hogar y, probablemente, en su tumba, porque una vez encontrado, no quería abandonarlo ni siquiera tras su muerte.
Encontró a unos campesinos a los que preguntó por el nombre de aquella franja azul. Es el Adriático, le contestaron y el repitió el nombre. Adriático, dijo, como empapándose de él al tiempo que lo colocaba en su lugar apropiado dentro de la historia que empezaba a nacer en su corazón. Encaminó sus pasos hacia la orilla, sin dejar de mirar al mar, ajeno a todo lo que no fuera ese brillo húmedo que llenaba sus ojos. Su andar se volvió lento, reverente, como si se dirigiese al altar de su dios a realizar un sacrificio. Llegó al borde de la playa, se arrodilló junto al agua y la acarició con sus manos, saludando al líquido, al tiempo que sus ojos derramaban lágrimas de emoción y alegría sobre las olas. El mar aceptó su ofrenda y le invitó a entrar en él. Apenas unas horas después, se había enrolado como grumete en el primer barco que salía del puerto, un mercante que llevaba aceite y vino para cambiar por oro con los comerciantes de los puertos en que recalaría.
Aquel barco fue su primer hogar marino. En el aprendió a reconocer las mareas y los vientos, las partes del barco y los distintos oficios que en él se practicaban. Por las noches se sentaban todos en la cubierta a descansar, fumar sus pipas y contar historias de otros viajes y otros tiempos. Pronto el joven Sándor conquistó a todos por su imaginación y su gracia al relatar, llegando especialmente al corazón del capitán del navío quien deseó hacer algo en favor de aquel jovencísimo cuentacuentos.
Una mañana el capitán le llamó a su presencia y, aunque Sándor sabía que cumplía bien con sus tareas y que todos le apreciaban, no pudo evitar un cierto resquemor que se fue convirtiendo en pánico conforme se acercaba al camarote. Nada más abrir la puerta, el capitán le invitó a tomar asiento, al tiempo que le preguntaba si ya sabía leer y escribir. Cuando respondió afirmativamente, el oficial sonrió y, tomando de su mesa una caja de madera, se la entregó diciendo “Anota tus historias, para que no se pierda ninguna”. Luego le despidió y el grumete corrió hacia su litera, casi sin aliento, deseando descubrir lo que había dentro. Al abrirla encontró un pliego de hojas de pergamino, una pluma de cisne, debidamente despojada de sus barbas y recortada para escribir, y un bello tintero de plata. Esos serían sus primeros bienes y, quizá por ello, los más preciados que tuvo nunca.
A partir de aquel día fue llenando páginas de historias, mapas y dibujos, reteniendo en ellos cuando se presentaba a su vista o a su imaginación. Tuvo que comprar muchos pliegos más y un día pudo incluso coserlos, envolviéndolos en una cubierta de cuero, hasta convertirlos en el libro más maravilloso y fascinante que un ser humano haya escrito jamás. Pero mientras llegaba ese día, ocurrió algo que llenaría su libro de belleza y cambiaría su vida para siempre: las palabras se transformaron en mujer y Sándor encontró el amor. Una mujer que nada común que con sus palabras le enredó en columnas de aire fresco, le hizo subir al cielo y bajar a las profundidades de la tierra; entrar en un volcán, quemándose en su lava ardiente; sumergirse en un río de aguas cristalinas; volar, nadar y correr. No pudo evitarlo, se enamoró perdidamente de la narradora...

(Amparo Kreysa)


Ojead el libro y escuchad en silencio. Diréis que el leer no puede ser oído pero os equivocáis. Los relatos de Marama plumados por Sándor, son únicos y pueden ser escuchados. Su voz está viva en las sombras de sus signos esperando alborotar a cualquiera que pose su atención en ellos.
Pero antes de abrir sus recias tapas, conoced algo más de Marama y Sándor.

MARAMA

El rostro de Marama estaba rojo como el ocaso, la cabeza le bullía… había llegado la hora. Caminó hacia la orilla de la playa que absorbía las luces del día. Se amoldaba la arena tostada a sus pies, siguiéndola tras de sí sus huellas. Llegada a las aguas que repartían fulgores no se detuvo y se introdujo decidida en ellas. A unos metros dentro el agua bullía, varios grandes tiburones, con sus aletas espumaban surcos blancos en la superficie del agua. Mientras avanzaba, el nivel del agua fue trepando en Marama y llegado a su barbilla la mujer se detuvo y esperó. Las brillantes aletas fueron acercándose, la rodearon formando un círculo completo y se mantuvieron quedas. El último Sol se sumergió y sincronizada con él, la cabeza de Marama se ocultó bajo el agua. Dentro de su silencio se acercaron pausados los tiburones y la mujer fue a cada uno mirando a sus pequeños ojos. En la playa todos los habitantes del poblado observaban la escena. Unos instantes después partieron raudas las aletas dejando efervescentes trazas blancas sobre la superficie del agua.
Cuando salió del agua Marama…sonreía, ahora tranquila...



SANDOR, el vagamundos magiar, desde muy joven fue un viajero solitario. Cualquier vereda o travesía despertó siempre su deseo perpetuo de agregar etapas y singladuras. Afirmaba que el mundo no tenía principio ni final ya que estos lo determinaban el hogar de cada uno y el suyo estaba en sus huellas o en la estela del barco que lo transportara. En uno de sus viajes arribó a dominios maorís como tripulante de una embarcación, que en la barra donde rompen las olas fue cruzada y hundida a poca distancia de la playa ante los muchos ojos que observaban.
Los isleños no bienvenían a aquellos diablos blancos y los atacaban duramente, sin piedad alguna. No los querían allí por ningún motivo, les producía rechazo todo de ellos menos dos cosas, batallar contra ellos y zampar sus carnes.
Dos circunstancias salvaron su vida. La primera, que fue el único en no ser devorado por los grandes tiburones y la segunda, que al llegar a duras penas a la orilla ya sin ropas, su espalda se mostró primorosamente tatuada, con la representación de una biblioteca con sus estantes plagados de libros, ante la cual los nativos quedaron pasmados. Solo tres pertenencias libró a duras penas del naufragio, un violín con su arco, una pluma con su tintero de plata y un rollo de papeles con sus escritos, todo ello a salvo en una mochila cosida y encerada que portaba bien sujeta a su espalda.
Al llegar a la orilla totalmente desnudo, con mucha agua tragada, sus músculos hinchados y su piel encarnada por el esfuerzo, ofreció a los que ya se disponían a acabar con sus días en aquel arenal una imagen que no olvidarían, ya el Sol se ocultaba entre nubes y unos pocos de sus últimos fuegos se abrieron paso entre las nubes iluminando tenuemente el espacio donde en la orilla, Sándor se incorporaba. Luego se quitó el bulto de la espalda y apareció en su piel colorada y tensa la hermosa geometría tatuada, por el Sol magnificada. Antes de lancearlo, alguien sugirió despellejarlo para conservar su torso tatuado y la propuesta fue aceptada. Esa misma noche, intuyendo su escaso futuro, sacó su mejor arma para terminar de calmar a sus captores, su violín. El escuchar los sonidos de sus cuerdas y la templada voz que gozaba, hizo que al día siguiente los fieros maorís continuasen con sus dietas habituales, respetando su cuerpo blanco; eran demasiadas señales como para ignorarlas: su salvación del siniestro, los rayos del Sol haciéndose hueco entre las nubes para iluminar su espalda tatuada y aquel extraño instrumento que acompañado de su voz ocupó con gentileza sus oídos. Por este cúmulo de circunstancias Sándor fue respetado e inició su convivencia entre aquellas personas.
Amaba la retórica en todas sus formas y aprendió pronto la lengua maorí, al igual que lo hizo con otras en los muchos lugares que visitó. Su sabiduría y capacidad para el relato, y su bella voz profunda dispuesta también siempre al canto que tan bien hermanaba con su preciado violín, hicieron que pronto fuera estimado por ello...

Se encontraba en otra isla mayor y más poblada cuando se produjo “la llamada”. Estaba al tanto de que en cualquier momento se originase el que era mayor acontecimiento de las islas. Sabía del poder de atracción que tenía cierta mujer de nombre MARAMA, que en secreto ocultaban el lugar donde moraba. Los isleños le dijeron que era ella guardadora de la historia de su pueblo e inigualable cronista de todo tipo de relatos. De tiempo en tiempo, comunicaba a los habitantes de otras islas su intención de referir hechos, memorias y fábulas de todo tipo, que hacían que el suceso vaciase las islas vecinas, cuyos habitantes acudían en tropel y excitados a caer cautivos del poderío de las recitadas.
No era conocida asistencia de ningún forastero a la isla que en tiempos posteriores sería arribo de un desmantelado Maribeltz y hasta la llegada de éste, ningún otro hombre extraño puso sus botas o pies desnudos en sus calas, sin recibir andanadas de flechas y ataques en las orillas de los imponentes tiburones, que según decían los habitantes tatuados de aquellas islas protegían con celo a su señora. Sándor fue el primero, Marama ya había sabido de él y deseaba conocerlo.
Eran estos silenciosos escualos afirmaban, los que comunicaban las intenciones de Marama para sus convocaciones. Lo hacían portando el mensaje a las otras islas, por el modo de transmitir la noticia a selectas personas, en las que también habitaba el germen de las palabras, narradoras también ellas, aunque sin la grandeza de Marama. Conseguían entre todos que ellas naciesen en incontenibles oleadas de saberes, recuerdos, representaciones, fantasías y todo tipo de construcciones orales. En aquella convocatoria requirió Marama la presencia del magiar tatuado y por mutuo deseo se encontraron.
El encuentro entre Marama y Sándor fue seguido con mucho interés de los reunidos. En silencio contemplaron como Marama se acercó al extraño visitante y le pidió se levantase y descubriese los tatuajes que portaba en su espalda. Conocía ya Marama muchos aspectos de Sándor y observó con detenimiento sus libros tatuados, sin demandar explicación alguna ante tales refinadas marcas. Después de hacerlo le dedicó una sonrisa y en silencio se dirigió al centro de la gran cabaña donde sin dilación invadió el gran sigilo contenido para comenzar a expandir la magia de sus palabras.
Por el influjo de ellas, los asistentes reían, bailaban, se sumergían en largos silencios en los que las historias de sus ancestros les instruían en conocimientos de antiguo, como llegaron a aquellas islas y las vicisitudes del tan largo viaje, como estaba en los cuentos latente la sabiduría, relataba otros nuevos que boquiabrían a los oyentes depositándose en ellos muy dentro, la voz pausada de Marama, haciendo brotar de sus ojos tanto lágrimas de tristezas como relucientes destellos de alegría. El vigor y la extenuación, la dicha y el abatimiento, la armonía y la hostilidad, el arrojo y el espanto, la observancia y la premura, el sosiego y el trance, la historia y la fábula… todo invadía el recinto por el florecer de sus vocablos y sobre la cubierta de ramas de palma, iban transitando las horas y las diversas luces del día hasta llegar la negrura nocturna.
Llegada la noche, los reunidos habían viajado sentados a lo más lejano y cercano, transitando por el interior de la mente de aquella mujer menuda y hermosa.
Sándor sentía aletear nerviosas las hojas de sus libros tatuados. Parecía que las páginas demandaban recibir las sombras de sus palabras en la albura de sus hojas. No era capaz de asimilar toda la intensidad de aquellas largas horas, ocupadas por el lenguaje sencillo y directo de Marama que facilitaba su total comprensión y sentimiento. El vello erizado desde casi el comienzo, no cejó en su virilidad e incluso sintió como algunos de sus cabellos caían por no poder soportar la presión a momentos. Cuando acabó la reunión estaba al igual que todos, exhausto y subyugado.
No tardaron mucho Marama y Sándor en atraerse y amarse. Uno de otro saciaron su sed de conocimientos y ambos se embelesaban llenando los días y las noches con sus ciencias e ingenios.
Cuando uno hablaba el otro escuchaba prendado y acariciado por sus palabras, pasaba el tiempo y éste hacer continuo causaba regocijo entre los isleños que contemplaban -como se hace con un tesoro- la atracción de los dos personajes con gran complacencia, porque para todos ambos representaban un orgullo siendo la envidia de todo el archipiélago.
Muchas noches, se reunía todo el grupo en la playa cercando el fuego de una hoguera a escuchar sus fantasías y la dicha fluía a borbotones impregnándolo todo. Hasta los feroces tiburones parecía que atendían cerca de la orilla, sobresaliendo sus hoces en pausada armonía, mientras segaban en silencio las aguas.
Por entonces Anatahi ya gestaba en Marama.
A Marama cuando vio el tatuaje en el cuerpo de Sándor, le pareció bello. Un día le preguntó por el y Sándor le explicó como las palabras podían ser escritas y guardadas, en libros. Le dijo como aquel tatuaje representaba un depósito de libros, una biblioteca con sus estantes. Así esos tatuajes representaban los relatos que él iba, unos recopilados y otros propios, escribiendo. Le contaba como algo tan contrario como la experiencia del escritor y el ojeo del leyente, al pasar por el tamiz de las hojas escritas, los unía. Le explicaba que cada vez que un relato se leía era como que un nuevo libro se escribiese, ya que lo imaginado por el lector de ningún modo se correspondía en su total con la intención del escritor. Un libro era algo inacabable que no dejaba de crecer, según se iba leyendo por diferentes personas caminaba, pero siempre circunvalando al original. Cada libro era un mundo sin terminar de descubrir.
Marama desconocía la escritura. Para ella las palabras relatadas eran seres vivos. Cuando narraba algo nacían, vivían mientras eran contadas y cuando acababa el relato morían terminando el curso natural, esa era la secuencia de la existencia; cada vez que volvía a contar sus historias, se repetía el ciclo.
Sus conferencias eran tan sentidas por el poder de las palabras contadas en viva voz. Afirmaba que por los oídos penetraban las palabras, recorrían el cuerpo produciendo sensaciones y por los poros de la piel salían después para morir en el aire, por esa causa se erizaban e incluso caían los cabellos. Dedujo que al estar las palabras escritas, no estarían ni vivas ni muertas sino presas. No tendrían oportunidad de completar el ciclo natural de nacimiento, vida y muerte y por lo tanto sufrirían en el papel escritas. Ella concluyó de tal forma y prohibió a Sándor escribir nunca sus historias en libro alguno. No estaba dispuesta que sus historias pasasen tales sufrimientos, era mucho el amor que tenía por las palabras y haría lo que fuese necesario por ellas, como lo haría una madre por sus hijos. Sándor, escritor apasionado, intentó convencerla de su error… inútilmente.
Prometió que no lo haría, que solo escribiría los suyos. Utilizando algas y ceniza de las hogueras confeccionó un libro en el que escribió sus relatos y…los prohibidos por Marama; el también actuó con arreglo a sus convencimientos, aquello que escuchaba de Marama no podía perderse.
Un día ella lo descubrió y los días para Sándor en la isla tocaron a su fin.
Sabía que Marama no le permitiría que sus relatos continuasen en su libro y huyó. Evadido con su libro bajo el brazo y cerca de ser apresado apareció un barco en la isla. No lo dudó y se embarcó después de robar nadar el trecho que le separaba; de tal manera se despidió igualmente de la isla a como arribó como llegó a ella, nadando y una vez más respetado por los tiburones.
Lo le costó mucho convencer a su patrón de la poca conveniencia de arribar a tierra. Los maorís ya los acosaban de cerca y su vista atemorizó a la tripulación lo suficiente como para largar todo el trapo escapando de su amenaza. Así cada uno quedó solo del otro por sus convencimientos y Sándor continuó así su vagamundeo.

Acumuló un gran número de años, gran cantidad de ellos intensamente vividos, pero nunca olvidó a Marama ni dejó de amarla un instante. Tan fornido era su recuerdo que cada vez que leía alguno de sus relatos en su libro o en su memoria, perdía algunos de sus cabellos. Continuó su transitar sin casi paradas. Muchas veces pensó en volver a ella, pero al romper su promesa, desgarró lo que ella más quería de el, su confianza y para cuando quiso volver ya le pesaban los años y su suerte le negó el volver a verla.
Así se frustró el reencuentro:
Se encontraba al otro lado del mundo, ya era viejo y su cuerpo no estaba para muchos trotes, pero decidió intentarlo. Hacía tiempo que su cuerpo cansado le pedía un sitio en el que reposar hasta sus finales. Se encontraba en un lugar ajusticiado permanentemente por el Sol en compañía de un clan de temidos reductores de cabezas. Por alguna razón Sándor tenía una curiosa propensión a reunirse con los pueblos salvajes más temidos; sería pensaba el, porque eran más libres que los que de donde el provenía, eran de pensamiento sencillo y el hábito templado era más frecuente en sus vidas.
Para ellos Sándor representó conocimiento. Aquel hombre era ducho en materias para ellos desconocidas y su carácter sosegado produjo cercanía inmediata entre ellos. Los pocos hombres de aquel extraño color blanco como los puercos, para lo único que se aventuraban por allí era para hacerse con sus personas y encadenarlos para hacerlos desaparecer para siempre. El les hizo comprender que era mejor evitarlos que enfrentarse a ellos, pero las veces que aquellos hombres lograban sorprenderlos en sus razzias y capturaban a alguno de ellos, era el primero en ayudarles a perseguirlos y aprovechando su similar color de piel con cualquier argucia engañarlos emboscarlos, acabar con ellos y liberar a los raptados. Tampoco se oponía si se daba el caso, de que les cortaran y redujeran las cabezas con las que atemorizaban a sus enemigos y honraban a sus dioses y antepasados.
Cuando les comunicó que deseaba marcharse, aun causándole mucha pesadumbre la decisión, y sin intentar siquiera hacerle cambiar de opinión le ofrecieron ayudarle en su viaje por su edad y gratitud hacia el. Pero aquel viaje no pudo lo pudo realizar.
Cuando ya estaba todo dispuesto y ajustada su vieja mochila en la espalda, divisaron una pequeña nube que muchas veces se le había presentado en sus sueños. Esta nubecilla, a menudo se presentaba antes de disponerse a comenzar una de sus andanzas. Al principio se alegró pensando que era un buen augurio que se le presentase viva y se acercase a ellos.
Se encontraban en lo alto de una atalaya contemplando aquellas tierras que le ofrecieron tanto nuevas e intensas vivencias como bellezas y un corro de personas entre los que fue bien acogido y respetado. La nube se aproximaba sorteando unos riscos más bajos que daban al pie del picacho desde donde la contemplaban. Así a vista de pájaro se encontraba absorto contemplándola, cuando ella se detuvo a poca distancia y se deshizo en gotas lentamente desapareciendo mientras creaba unas fantásticas imágenes en movimiento con sus gotas, unas imágenes claras en la tierra seca mientras caían.
Contemplaron claramente en las secuencias, como primero se mostraba un libro cerrado, el suyo, después el libro se fue abriendo y corrieron sus páginas una a una de un lado a otro, cuando lo hicieron todas, el libro se cerró y en la contraportada apareció una Marama ya anciana sonriente. Después ella cerró los ojos y las gotas se evaporaron desapareciendo todo en un instante.
Sándor dedujo que Marama había muerto y que el no volvería a escribir una palabra más, ni marcharía a ninguna parte.
Les comunicó a sus deslumbrados compañeros el significado de todo aquello y supo que no volvería a ver aquel libro que se encontraba tan lejos, aquel libro en el que junto a los suyos se encontraba todo lo escuchado a Marama, aquel libro que el no podía imaginar que se encontraba acunado entre los brazos de ella cuando exhaló su último suspiro pensando en el, como postrero recuerdo de una vida casi del todo olvidada, aquel libro que un hijo suyo seducido por la misma nube blanca, fue buscado y encontrado después de embarcarse en un bergantín pirata de nombre Maribeltz, para tras un largo viaje hacia el otro confín del mundo conseguir que volviese a la isla de la que antes había huido de la ira de la que entonces lo reclamó.
Sándor sin embargo no se sintió lo apenado que se supondría después de aquella visión. Esa misma noche estando tumbado al fresco recordando sus vivencias en la isla de Marama, recordó cómo una vez ella le regaló un relato que comparaba a la vida con un nudo. Al no entenderlo le pidió que se explicara y ella le dijo que para hacer un buen nudo, hacían falta una cuerda con muchas pequeñas hebras; el nudo con sus hebras lo componían las vivencias todas, buenas y malas, como la vida.
El tuvo la dicha de conocer a una Marama plena y la tristeza de su ausencia, estaba más que compensada con la alegría de su memoria.





Mucho después, un extraño hombre con todo el cuerpo tatuado se presentó en aquel poblado. Al ver sus tatuajes, todos supieron que aquel era el hijo del que Sándor les habló tantas veces, Anatahi. Lo acogieron con agrado y al preguntar por su padre y si aún vivía, le contaron como murió al poco de producirse un hecho insólito. Le enseñaron después aquel último libro en el que se relataba como epílogo la aparición de aquella pequeña nube y lo acontecido. Pero Sándor sigue entre nosotros, le dijeron. Preside nuestra cabaña principal, en donde guardamos nuestros mayores tesoros. Estos son los conocimientos, los cuentos, la historia de nuestros antepasados, el lugar donde nos reunimos a debatir, a curar a nuestros enfermos, donde las mujeres alumbran a sus hijos, donde reposan las cenizas de nuestros muertos y, el sitio donde Sándor tantos y tantos ratos regaló a nuestras mentes y corazones con sus relatos y ciencias. En esa sombra, al dormir se pueden escuchar sus recitaciones, como si las palabras estuviesen vivas. Y además no está solo el, también se escucha, entre un rumor de aguas, la voz pausada de una mujer. Al invitarle a ver el interior de aquel pabellón entendió sus palabras. En un marco de madera se encontraba presidiendo en lo alto la estancia, la cabeza de Sándor refinadamente disecada. Supo por ello Anathi, lo mucho que aquellas gentes reverenciaban a su padre y se alegró por ello.
No obstante una preciosa pluma con su tintero y el resto de sus cenizas le fueron dadas. Aquel último libro escrito, lo conservarían ellos. Anatahi contempló largo rato el rostro de su padre y durmió esa noche en aquel recinto.

Durante la noche, soñó, soñó y soñó, asombrosas historias...


(Mikel Barrero)

viernes, 13 de septiembre de 2013

LA NAYADE Y LA AMAZONA

Hubo mucha confusión, la situación fue enormemente alborotada. Lo que en un principio no iba a ser más que hacer una aguada, aprovisionamiento y reposar de los huesos un par de jornadas, a punto estuvo de convertirse en el final del Maribeltz, pero una vez más se alargó la sombra de su suerte.
Durante el tremendo jaleo en el que mostraron los elementos todo su poderío en un instante, lo que percibió cada tripulante se ajustó a lo limitado de su propia percepción de los acontecimientos. Todo fue tan confuso que no quedó nada claro de lo sucedido.
Lo realmente cierto fue que desde ese día, el Maribeltz contó con una muy valiosa incorporación, la de DUA la amazona, y que el canto de Ponpon se había escuchado bien alto, ¡vaya si se escuchó!
DUA, consiguió encaramarse en el Maribeltz con dos regueros de sangre brotándole de sus oídos, y quedó por un tiempo trastornada. Cuando la vieron herida pero altiva, su cuerpo moreno destellando encaramada sobre la borda, su magnífico arco en sus manos, el carcaj con algunas flechas cruzado en su espalda y ya lejos de aquel río, los piratas no se lo podían creer. ¿Quién era aquella mujer? Se quedó cada uno paralizado en su quehacer. Algunos, muchos, empezaron a sudar otra vez, estaban asustados ante ella, ¿era una visión?
Luego cayó exhausta sobre cubierta y Trumoia que era el único que la había visto...
Bueno, mejor os lo contamos.

Amparo describe así a la náyade y parte de los hechos:


NÁYADE


Es la diosa protectora del Río de la Isla. Los habitantes de ésta le llaman “Náyade” porque son seres prácticos a los que les gusta llamar a las cosas por su nombre.
Esta ondina es muy hermosa, aunque puede resultar temible si se siente agredida de algún modo. Es capaz de perdonar un asesinato, pero jamás perdonará a quien estropee las aguas del río que protege, sea tirando basura en él o entorpeciendo su curso de algún modo.
Con los actos criminales, en cambio, es muy comprensiva, probablemente porque ella es la primera en cometerlos. Disfruta provocando tormentas para hundir barcos o  haciendo subir el nivel del agua del río, si con ello logra anegar la aldea y obligar a sus habitantes a rehacerlo todo. Pero esto solo lo hace cuando está de buen humor, pues este es su concepto de diversión. Es mucho peor cuando se enfada, cosa que ocurre a menudo. Como suele ocurrir con los dioses, no perdona un fallo, por pequeño que este sea.
Su aspecto físico es atractivo. A la belleza del rostro se le une un cuerpo esbelto, decorado con tatuajes. Hay pocas zonas en su cuerpo que no presenten una imagen, sea la de alguno de los dioses superiores o de símbolos de significados no siempre claros para el observador, pero que guardan algún oculto mensaje, recuerdo de situaciones vividas o sentimientos olvidados ya entre las brumas del pasado.
La túnica con que se viste es sencilla, sin mangas y con un escote pronunciado. Deja la espalda libre, permitiendo ver los dibujos que le adornan, y se ciñe a la cintura con un cordón formado por tallos de flor de loto trenzados. Desde la cintura sale una falda larga hasta los tobillos y rasgada a lo largo en dos cortes que parten desde la cintura y recorren el tejido hasta el dobladillo y que dejan asomar sus piernas, ágiles e igualmente tatuadas, al caminar.
Su rostro suele presentar un aspecto plácido, provocando en quien la ve la idea engañosa de un carácter bondadoso y dulce. Nada más lejos de la realidad. Náyade es caprichosa y voluble. Si no logra sus propósitos se enfada y lo hace pagar al primero que aparece ante su vista, sin preguntarse si es inocente o culpable. Para ella todos son culpables de algo. Tan pronto desarbola un barco y ahoga a su tripulación, como maldice a un pobre ser que se cruza en su camino, convirtiéndole en ciervo o conejo y exponiéndole luego a los cazadores para que le den muerte.
Nunca ha amado a un hombre o un dios, así que se conserva virgen, intocable para los machos y lejana al amor y sus dulzuras. Su cariño pertenece al río y al bosque y a ellos dos se entrega en cuerpo y alma, como una Diana isleña, entregada al disfrute de la naturaleza.
Cuando sube a lo más alto del acantilado y extiende los brazos hacia el cielo hace subir el nivel del mar y soplar al viento con furia. Si en ese momento un barco tiene la desgracia de ponerse a su alcance, la tripulación puede comenzar a invocar a sus dioses favoritos, porque no habrá salvación para ellos.


LA DIOSA DEL RÍO

Las barricas de agua dulce se estaban vaciando y urgía encontrar el modo de rellenarlas, así que se acercaron a la costa buscando un manantial o un arroyo por las cercanías de la costa. La mirada aguda de Cartamago había percibido la mancha verde formada por unos árboles de aspecto fresco y jugoso que sugerían la presencia del precioso líquido. Al acercarse pudieron confirmar la existencia de un río que desaguaba en cascada desde el promontorio.
Fondearon el barco y, desatando el bote del tangón que lo sostenía, lo lanzaron al agua y, cargando los barriles,  embarcaron en él. Pusieron proa a tierra, ajenos a la figura que les observaba desde el risco.
Tal vez si Cartamago hubiese mirado en esa dirección habría podido advertirles del peligro que corrían, pero esta vez el sagaz piloto del Maribeltz había quedado en su camarote, revisando las cartas para tratar de encontrar en ellas alguna alusión a esta tierra desconocida a la que acababan de arribar.
Desembarcaron las barricas y se dirigieron a la cascada para llenarlas, con la alegría de no tener que subir a lo alto del acantilado con su carga, como les había ocurrido en otras ocasiones. Terminado su trabajo regresaron al barco dispuestos a continuar la jornada, satisfechos por haber dado tan pronto con la bebida imprescindible e ignorantes de la ofensa que acababan de cometer y de lo que esta les iba a deparar.

La tierra que acababan de dejar era una pequeña isla habitada solo en parte. Si el Maribeltz se hubiese acercado dejando la tierra a babor habrían llegado a una aldea en la que vivía un pueblo habitado por seres alegres y amables que les hubiesen proporcionado, además del agua, comida, descanso y entretenimiento. Vivían tranquilos y felices por estar bajo la protección de los dioses... o quizá los dioses les protegían por ser tan bondadosos y pacíficos. Nunca está muy claro cómo funciona en verdad la mente de los Grandes, como llamaban en este poblado a  los habitantes de las esferas para diferenciarlos de sí mismos, los Pequeños.
Lo único que sabían con certeza es que los Grandes son extremadamente sensibles y se les agravia con increíble facilidad, así que eran cuidadosos en su trato con ellos. Para evitar afrentas no tomaban un fruto sin pedir permiso al Grande guardián de la planta o el árbol y siempre lo agradecían dejando una ofrenda en señal de reconocimiento.
La isla era muy pequeña, pero tan fértil que los Pequeños apenas extendían el brazo y podían tomar cualquier cosa que necesitasen. Si querían comer pedían permiso al Grande del mar, al de los animales o al de la planta y extendían las redes, tensaban el arco o abrían su mano. Luego, tras depositar el regalo apropiado, disfrutaban de su alimento. Si querían beber se acercaban al único río de la isla o al manantial del que brotaba su agua, haciendo lo mismo: pedían permiso para rellenar su jarra, la sumergían en la corriente para sacarla repleta y hacían su sacrificio de acción de gracias en honor de la Grande del río.

El agua dulce de la isla estaba bajo la protección de una diosa, una náyade, bella y virginal, más amante de la naturaleza y de las aguas, que de los hombres o los dioses. Los Pequeños le llamaban Náyade haciendo nombre de su condición y ella se sentía orgullosa al oírse nombrar con tan hermosa palabra. Nada le gustaba más que recorrer el bosque o nadar en las aguas dulces del río y en las noches de luna llena era fácil encontrarla sentada en la ribera, con los pies dentro del agua, disfrutando de la tranquilidad nocturna.
Pero nadie debe llamarse a engaño por esta imagen de paz y belleza. La Grande del río es una diosa y ya sabemos lo rápidamente que los dioses se sienten afrentados. Cuando se sentía ultrajada era capaz de las más terribles acciones.
Su figura era bella, de piel blanca y pura, cubierta, desde el cuello hasta los pies, con tatuajes que representaban las imágenes de otros Grandes a los que admiraba y había convertido en guías y héroes al mismo tiempo. El rostro tenía los rasgos hermosos, con labios bien dibujados y tan prestos a la sonrisa como a torcerse en un gesto de desagrado. Los ojos oscuros, del color del terciopelo y tan suaves y acariciadores como ese tejido, podían cambiar la expresión y volverse tan duros y acerados que atraviesan almas hasta hacerlas estallar de pánico o adquirir una expresión de tristeza tan profunda, que quien se miraba en ellos en esos momentos no volvía a sonreír jamás. Sus orejas, ligeramente puntiagudas recordaban a las de un duendecillo y, como las de estos últimos, captaban todos los sonidos, desde los que producían las aguas al moverse, hasta la caída de una hoja: no existían secretos para aquellos oídos sensibles. El rostro quedaba enmarcado por un cabello negro y sedoso que brillaba bajo la luna en tonos blanco azulados.
Envolvía su cuerpo con una túnica blanca, de una tejido transparente, apenas una gasa que cubría sus hombros, dejando al descubierto los tatuajes de su escote, la espalda y los brazos. La falda mostraba sus piernas al andar, asomando por las aberturas que recorrían
el tejido a lo largo y le proporcionaban libertad de movimientos.  No llevaba joyas de ningún tipo. Sus dibujos corporales y la belleza de su rostro eran todo el adorno que precisaba.

Cuando los tripulantes del barco llegaron a él e izaron el ancla sintieron el viento. Primero una ligera brisa que, en cuestión de segundos cobró la fuerza del huracán. Apenas podían hablar entre ellos, porque el silbido del aire no les permitía escucharse. A duras penas lograron arriar los trapos en banda, para impedir la rotura de la arboladura, y lanzar al mar el ancla flotante, con la esperanza de que frenase la carrera que preveían por la velocidad del viento. Intentaron capear el temporal por todos los medios, pero era inútil. Parecía que una fuerza superior los atraía a las rocas. No era el aire su peor enemigo. Este giraba por dentro del barco, como si su única finalidad fuese impedirles gobernar el buque, al frenar los movimientos de la marinería. El barco ponía la proa hacia el acantilado por sí solo.
En ese momento vieron a la figura sobre el risco. El cabello flotando a su espalda, la parte inferior de la túnica abierta, empujada hacia atrás por el aire, mostrando las piernas bien torneadas y llenas de dibujos y arabescos, los brazos en alto, invocando a los Grandes del mar y del viento.
En los labios se podía leer el odio que sentía, mientras los movía lanzando maldiciones a los ladrones que le habían quitado parte de sus bienes, sin pedir permiso ni dar las gracias. Muchas veces Náyade había hundido barcos, por puro placer de niña caprichosa, por verlos destrozarse en el acantilado, por disfrutar con la imagen de la pequeñez humana y sentirse así más grande y poderosa. Esta vez tenía un motivo legítimo para su ira: aquellos humanos le habían robado y ella les iba a mostrar lo que ocurre cuando se ofende a los dioses. La herejía sería castigada.

Alguien en el barco gritó “¿qué clase de fiera es esa?” Y en ese momento Miracielos cayó en la cuenta: era una ninfa de las aguas y no le habían mostrado su homenaje. Su cerebro empezó a funcionar rápidamente, buscando el modo de salir con bien de aquella aventura. Entonces gritó, llamando a su buen amigo Ponpon “¡Ponpon!  llamó, tan fuerte como le era posible- ¡Canta! ¡Por todo lo más sagrado, canta!” Y Ponpon, aún sin entender el motivo, empezó a cantar.
Pese a su gran estatura y la gordura que le caracterizaban y le proporcionaban un aspecto temible, Ponpon tenía una voz bellísima y una facilidad innata para el canto y la música. Su vozarrón comenzó a alzarse sobre el sonido del viento y a llenar todo el barco, extendiéndose sobre el mar y viajando hacia el acantilado. Cantó la historia de una bella ondina a la que los hombres amaban y honraban interpretando las más exquisitas melodías. Era un canto de una hermosura jamás escuchada en aquella isla y, cuando llegó hasta el afilado oído de Náyade lo atravesó, depositándose en su corazón. Por un momento quedó suspensa, sintiendo en todo su cuerpo la dulzura de aquella interpretación y bajó los brazos. Como resultado de este gesto, el viento dejó de soplar y entonces Ponpon, que ya había entendido las razones de Miracielos, improvisó una letra en la que pedía perdón por la falta cometida y daba las gracias a la generosidad de la Grande del río por permitirles tomar el agua que tanto necesitaban para sobrevivir.
La canción era tan bella, la voz tan llena de sentimientos bondadosos, que Náyade dejó caer dos lágrimas de sus hermosos ojos y, con ellas, alivió el odio que sentía por aquellos extranjeros y les perdonó.

El Maribeltz izó las velas de nuevo y se alejó de la isla dejando a la diosa atrás. Esta tardó unos días aún en recuperarse de los efectos calmantes que la canción le había provocado, aunque enseguida volvió a hundir barcos y a ahogar incautos, tal vez buscando a ese barco que había logrado escapar usando la más vieja de las armas para calmar fieras: la música.


(Texto de Amparo Kreysa)







LA NAYADE Y LA AMAZONA

La náyade acudió al desafío. Sabía de lo punzante y afilado de las flechas de la amazona y decidió cubrirse con un vestido de sombra, para al anteponerlo hallar una menuda protección ante las lanzadas de aquella mujer decidida y mortal, que sin ningún vestigio de temor se enfrentaría a ella en la playa.
Las palabras en modo de sortilegios y maldiciones, eran de la náyade su arma más eficaz y con ella trastornaría la mente de la aquella morena de rasgos largos y marcados. Después la haría entrar en el agua de la playa para hacer que caminara paso a paso hacia los fondos, en donde daría buena cuenta de ella desgarrando sus carnes y de seguido devorarla.
Sombreó el comienzo de la arena, donde a media distancia la feroz la buscaba con su mirada.
La amazona, tuvo certeza al instante donde se encontraba su enemiga, nada más ver aquella forma que se extendía como una fabulosa y flotante cascada, veteada de sombríos y transparencias. Tras ellas se adivinaban algunas de las curvas semihuidas de su bien cincelado cuerpo.
Trotó hacia ella, mientras extraía de su carcaj la primera de las flechas con precisos movimientos tan certeros, como lo serían sus tiros uno tras otro, una vez estuviese a distancia apropiada su contrincante y sin posibilidad de huida.
La náyade siguió avanzando con paso firme hacia su oponente, la vida se la jugaba sin aspavientos ni intimidaciones, la tranquila compostura era instrumento necesaria en estos trances y ella como nadie dominaba tales momentos. Además le atraían los desafíos y sabía que la amazona representaba la tradición de aquella tribu de guerreras que dejaron hacía mucho de ser débiles mujeres ante los hombres, que ahora les huían despavoridos al oír el primer silbido de las rasgaduras del aire ante el punzar de sus flechas.
Sí, aquella situación le excitaba, antes de acabar con ella acariciaría su hermoso cuerpo, antes de exhalar su último suspiro apreciaría la suavidad de sus manos recorriendo con lujuria su piel oscura, antes de perder el sentido besaría su cabeza dando consciencia a su razón para que percibiese con claridad cómo le venía la parca encima, antes de despedazarla vería el fulgor de sus blancos dientes, antes de devorarla oiría de por su boca los gemidos de placer ante el banquete que ella la náyade victoriosa, se daría a su costa…pero primero tenía que vencerla y no sería fácil.
La amazona liberó de sus dedos la primera de las flechas que acudió en una arista brillante, hacia el lugar donde estaría el centro de su pecho tras la túnica de tinieblas.
Hirió el vestido dibujando en el un orificio blanco, causando un dolor intenso en la náyade, que dominó sin perder el compás de sus pasos hacia la mortal contrincante semiprotegida por aquel tembloroso vestido azabache. Aquella primera flecha quedó clavada y pronto un intenso y brillante rojo se derramó por entre sus pliegues, pero la náyade tras un escaso trastabillar recuperó el avenido compás de sus pasos.  
Tras la sorpresa de la amazona ante la imperturbabilidad de la náyade como respuesta a su certero flechazo, después de un momento de extrañeza pero sin dejar por un instante de trotar hacia ella, extrajo con un movimiento rápido la segunda flecha, escogiéndola al tacto entre todas por su filo mellado y la punta más plana buscando un desgarro mayor en las carnes ocultas, pero para entonces ya de la náyade podían ser escuchadas las palabras del hechizo dispuesto y su mención encontró en la amazona destino haciendo titubear sus zancadas, al penetrar en ella las palabras ofuscando tibiamente la razón de la recibida.
De la sombra no brotaban tan intensas las palabras y al igual que en la amazona, la sorpresa se adueñó de la náyade notando que el poder de sus runas disminuían al manar de tras sus velos.
Mientras, el objeto de la disputa, aquel bajel pirata, sobrevivía a duras penas entre el oleaje provocado por la náyade.
La contienda podría no alargarse mucho y era imperioso alejarse de aquella costa, fugarse de la amenaza de aquellas rocas, que deseaban ansiosas escuchar el crujir de la madera.
La amazona había contemplado el brete en el que se encontraban los piratas, y decidió interponerse desafiando a la fiera inhumana, por proteger el magnífico mascarón de la nave tallado en su proa que curiosamente representaba otra náyade.
DUA, que así se llamaba la amazona, reconoció la faz de la que era adorada y protectora de la tribu de donde fue secuestrada de niña, decidiendo en un instante que no podía desaparecer bajo las aguas del estuario.
La tallada en la proa del Maribeltz no fue una náyade común, ella también escapó de sus congéneres y por el naufragio iría presa por siempre unida al pecio en que se convertiría el Maribeltz, para reposar en el fondo de los mares salados y eso era algo que ella no iba a consentir por nada. La representada cuyo nombre era NAYDET, era una náyade de aguas dulces y sería un tormento pensó, el ser invadidas sus entrañas para siempre por las salobres aguas de la desembocadura.




La vida de los hombres le importaba bien poco, la de sus hermanas tampoco lo suficiente ante la elección entre diosa o ellas, pero sobre todo aquella náyade que se entrometía por capricho cuando le daba la gana tenía que recibir muerte rauda….
La náyade, furiosa porque aquel barco de bandera negra navegara las aguas dulces de su río sin su consentimiento, había lanzado un conjuro por el que una opulenta masa de agua arrastró hacia la boca del río de nuevo a la nave, para que el temporal del que se refugiaran los marinos en su río, los terminase de hundir. Naufragarlos y masacrarlos, eso era lo decidido y aunque ella habitaba en las aguas dulces, haría esta vez una excepción y mostraría toda su gala de ferocidades una vez hundido el bajel. Sería su caprichosa venganza.
Pero aquella cazadora de hombres se había interpuesto en sus deseos desafiándola con sus flechas.




La náyade disgustada por la poca eficiencia de sus maldiciones impedidas por los velos, se desembarazó del vestido volándolo de ella...
Hendía el aire ya la segunda flecha, buscando la diana en la sombra de la náyade, acudían nuevos sortilegios hacia los oídos de la amazona.
La playa estaba inundaba de ira, el Maribeltz zozobraba, aunque no era óbice para que Trumoia con su ojo sano, repartiese sus miradas entre las amenazadoras olas y la contienda en la arena… 
¿Qué conclusión tendría el conflicto? ¿Podrá más el antojo de la náyade con sus sortilegios o la decisión de la amazona y sus certeras flechas?

(Texto de Mikel Barrero

domingo, 3 de marzo de 2013

TRUMOIA

TRUMOIA

El siguiente personaje es quién comanda el Maribetz, Trumoia (Trueno)
Al principio se llamaba Tximista (Rayo) recordando al personaje imaginado por Pío Baroja en varias de sus novelas. Pero como es un nombre muy recurrido, opté por llamarlo de distinta manera.
Trumoia construye el Maribeltz en un lugar lejano al que llega por avatares de los que se hablará más adelante. Busca a una mujer que no sabe que es su propia hermana. Lo que si conoce es su nombre, Marina Selva. Como su nombre indica, la selva y la mar se reúnen en ella. Ni sé lo que escribiré al respecto pero si que será fundamental en…bueno, como todavía no la conozco no puedo hablar de ella.
Trumoia correrá muchas aventuras siempre marcadas por sueños que se confunden con las realidades y hacen de el un marino de continuas navegadas sin destino fijo.

Todo empezó al ver aquellas tres pequeñas olas.





Fue despertando de uno de aquellos trances que en ocasiones le aquejaban…
Como siempre al despertar, tenía aferrado entre sus manos su pequeño libro de hojas blancas sin letra escrita ninguna, que guardaba entre sus brazos cuando sentía que le llegaba uno de aquellos estados de ausencia.
Miró a su alrededor y vio que estaba solo, bajo el mayor de los mástiles y protegido con una manta fina perlada de pequeñas chispas de agua. Minúsculas gotas de rocío depositadas sobre la tela brillaban cristalinas a la luz de la luna. De vez en cuando alguna comenzaba a correr manta abajo, arrastrando a las que se ponían en su camino para formar de esta manera una bola radiante que iba aumentando en velocidad y tamaño. Al llegar a una arruga, tomaban su cauce para desaparecer entre los pliegues.
Desde la cofa, los ronquidos de Monkey delataban que se encontraba dormido. Hoy si tenía sentido que aquel grandullón permaneciese en la pequeña plataforma: la noche era espectacular, el cielo estaba limpio y la mar calmada. La luna plena radiaba su luz en libertad inundando el barco y las aguas, de una luz delicada. Algunos peces voladores afloraban en la superficie, dando cortos vuelos sobre la manta acuosa. Producían destellos con sus escamas y un agradable sonido por el rápido revoloteo de sus largas aletas, antes de sumergirse con un pequeño chapoteo tras recorrer unas decenas de metros. Se preguntó porque emergerían y dedujo que al no hacerlo por alimento alguno, sería huyendo de algún pez mayor que ellos.
El reflejar de las estrellas, los dibujos de las pequeñas olas, el movimiento de la brisa, el balanceo del barco, los crujidos que producían sus maderas, cabos y las pocas velas que permanecían desplegadas… si, estaba en el paraíso.
Aquel arrebato que de crío le hizo escapar de las manos de su madre al ver por primera vez la mar en busca de la orilla de la playa, le vino a la memoria...

Aunque no pasó su primera niñez en un lugar costero, la peste hizo que su madre y el abandonaran su pueblo entre unos pocos sobrevivientes, para encaminándose a la costa, escapar de la pesadilla negra. dejando atrás las casas en llamas.
Encontraron hogar y quehaceres con su abuelo, constructor náutico y en secreto antiguo pirata. Antes de constructor había sido carpintero de ribera y anteriormente mamó de su padre el oficio de arbolero, básico para iniciar el proceso de la obra de un bajel.
En él Trumoia tuvo protector y maestro en la misma persona, pero ante todo fue generador de deseos. El le contó todo lo que sabía de la vida en la mar y eso era mucho.
Nacido entre gentes nautas, perteneciente a un pueblo en cuyas costas e incluso interiores la mar corría por sus venas. Estudiosos, intrépidos navegantes, prestigiosos constructores de barcos y comerciantes unas veces, otras piratas, corsarios, aventureros y conquistadores…pero siempre en el mismo medio. Marinos que en tierra se mareaban y sobre superficie acuosa encontraban natural asiento.
Las muchas historias contadas por su abuelo y sus vastos conocimientos, quedaron grabados en su memoria y engendraron fantasías que pronto se convirtieron en deseos...

Ya llegaban madre e hijo a la costa.
A cada trecho, un ronroneo cada vez se escuchaba más brioso, era el ruido de la mar y de sus alegres olas. Su madre de reojo le miraba satisfecha, la curiosidad de su pequeño iba a ser complacida sin duda. Sabía que no lograba imaginarse como sería la mar por mucho que lo intentase y dentro de unos cuantos recodos lo tendría enfrente; no dejaba de mirarle la cara.
Pasado el último recodo quedó el niño Trumoia petrificado ante el inmenso espectáculo. Todas las explicaciones que tenía sobre el aspecto de lo que contemplaba se quedaron cortas, a escasa distancia de sus ojos, incapaces de abarcar toda la presencia que se revelaba ante él, se encontraba…la mar.
Tras la primera impresión, echó a correr hacia la orilla de la playa gritando como un poseso, ante la alegría de su madre. Su ojo sano descubrió y grabó en su memoria aquellos cordones de espuma blanca, la visión de sus primeras olas.
Aquellas olas no las olvidaría nunca, quedó gracias a ellas borrado de su ánimo, la pesadilla negra y la visión del fuego devorando las casas del pueblo.
Pasados los años una vieja supo de la facultad de Trumoia de memorizar al dedillo lo que le interesaba. Quizá por eso lo de aquella frase que le dijo al despedirle su abuelo: “no serás lector de escritos, sino escritor sin letras”...


El timonel estaba dormitando una vez más apoyado sobre la rueda. En cuanto se encontrase algo más despejado, aquel marinero “se iba a enterar”, la más estricta de sus órdenes era que con noches despejadas y de luna llena, se debía de vigilar bien despierto y siempre con otro compañero atento junto a un arpón de plata, en la parte del barco que diese hacia la estela de luz que enviaba la luna. En una noche de esas aparecería el mayor de los peligros a los que tendría que enfrentarse.
A Trumoia recién salido del trance, le era necesario pasar un rato recuperándose, era como si volviese a la vida después de bordear el oscuro torbellino de la muerte. La sensación que tenía al dejar de “estar dentro” (así definía aquellos estados), era enormemente placentera, si además lo hacía a bordo de su querida Maribeltz y en una noche como aquella. 
Si, esperaría un rato antes de dejarles las cosas claras a aquel piloto dormido y al arponero ausente.
En eso resonó algo en su interior que le puso alerta. Hacía mucho que una mujer vieja y hambrienta -a la que libró de la ira de unos patanes, vengativos porque ella les había robado una hogaza de pan- se lo hizo saber:
“Una gran ola de lomo blanco perseguirá a tu barco y a quién lo tripule, si no pones remedio os atrapará para encerraros en una prisión sin paredes, techo ni suelo, de la que no lograreis escapar ni aun huyendo mil veces de ella”
Recordaba como cuando le dijo esto un escalofrío le recorrió el espinazo, de niño su aitona (abuelo) le contaba leyendas antiguas. Le impresionó mucho una que hablaba de una gran ola que enviaban las que en su tierra llamaban “sorgiñak“(brujas), en busca de los barcos para hundirlos. A estas grandes olas las llamaban “bagatxuri”...


No era ni joven ni viejo Trumoia cuando construyó el más valioso de sus sueños, aquel bergantín de casco negro.
El día anterior a su botadura la vieja se presentó y contempló largo rato el magnífico velero construido. Después acercó al su mejilla al casco mientras lo acariciaba y como si estuviese junto con una niña de confidencias murmuró algo con dulzura. El rito se alargó unos minutos. Trumoia observaba la escena preguntándose qué pasaría por la cabeza de aquella mujer misteriosa.
Luego se dirigió hasta el para iniciar una conversación:
-Antes de tu partida deseo si me lo permites, hacer algo por ti “ojo blanco” le dijo ella.
-No me debes nada le contestó Trumoia, apalear a aquellos rufianes no merece recompensa alguna.
-Lo sé dijo ella, pero no busco pagar, sino regalar. Además me he encaprichado de tu ojo albino y quiero verlo de cerca.
-¿Para qué?
-Para saber qué es lo que ve.
-No ve nada te lo aseguro contestó.
-¿Y qué sabes tú de ojos blancos, de si ven o no ven nada, de lo que puedan o no haber visto y lo que no quieren ver porque no les interesa? ¿Acaso eres un experto en ojos blancos tú? Yo sólo veo que tengas uno, ¡no me digas que el de tu trasero también es del mismo color! Ese ya imagino lo que dirá, sobre todo después de comerte unas buenas alubias, con ese no quiero hablar ni cobrando.
-Vale abuela, no sé nada de ojos ciegos y ni sé de qué color son ni uno ni otro, ¡no soy capaz de verlos!
Rieron los dos.
-Déjame leer tu ojo, déjame saber lo que conoce su anublada oscuridad. En todo se puede leer si, en las manos, en las visiones, en el cielo lees tú al igual que en las mareas, los árboles cuentan cosas, tú no puedes apreciar lo que ve un saltamontes aun teniendo lo mismo delante, los sueños también hablan y…la vieja calló unos instantes y le miró más fijamente, tu bien sabes que se puede ver, escuchar y decidir por razón de un sueño ¿no hizo uno que abandonases la caza de la ballena?
Asombrado Trumoia preguntó cómo sabía ella eso.
Una pícara sonrisa se dibujó entre las arrugas de la vieja y contestó: fue tu ojo, habla dormido.
Volvieron a reír ambos.
-Si te embarcas en tu barco descubrirás cosas que ni puedes imaginar. Puedo no decirte nada si no lo deseas…
-Habla, le conminó Trumoia.
Después se puso seria y hasta le cambió la voz para indicarle: hazme una pregunta y te daré una respuesta.
Trumoia aún no creía en muchas cosas que el tachaba de embustes y cuentos, con el tiempo sabría de la certeza de algunos de ellos, pero tenía aprecio por la mujer y no quería que se sintiese ofendida así que aceptó. Además ¿cómo sabía ella de su pasado ballenero? En aquel lugar nadie lo conocía, estaba seguro de ello, y menos de aquella visión que le hizo dejar de perseguirlas.
-Lo que te cuente, lo soñaras esa misma noche igual a como te lo detalle, a pies puntillas.
Pensó que pregunta hacerle tomándose su tiempo. Lo meditó mientras perdía su vista en el espejo de popa del que sería su hogar por mucho tiempo, esperaba. Allí lucía el nombre del bergantín reluciente y hermoso, MARIBELTZ. Pensó en lo que le había supuesto construirlo y a los peligros que se enfrentaría embarcado en él. La mar lo daba todo al igual que todo lo quitaba en un momento. Una afilada roca, un torbellino gigante, un fuego inesperado a bordo, un huracán, un monstruo marino, una maldición poderosa…eran muchas las amenazas a las que se tendría que enfrentar aquel recién construido.
-Tengo la pregunta dijo a la vieja.
-Vamos a ello marinero.
Demandó Trumoia a que mayor peligro se enfrentaría su barco y como conseguiría superarlo.
-Eso son dos preguntas contestó ella.
-¿De qué vale la respuesta de una, sin conocer la de la otra? exclamó el.
-¿Acaso no te vale ver sólo con uno de tus ojos a pesar de la ceguera del otro?
-Buena réplica señora, pero dime: ¿puedes hacer que conozca las dos cuestiones?
-Si marinero puedo, pero te supondrá comprometerte a algo, de por vida.
-Lo haré si me convences de que lo que me vas a decir pueda ser cierto.
-La noche siguiente a la de mis predicciones, tus sueños te lo dirán vaticinó ella, de seguido le largó una profunda mirada y sacó un pequeño libro de entre su manto y lo depositó en sus manos.
-Si no es así, puedes olvidar lo que te cuente y usar las hojas de este libro para limpiarte tu blanco trasero, pero si me crees y quieres conocer las dos respuestas, llevarás siempre este libro encima, nunca perturbarás el blanco de sus hojas ni dejarás que nadie lo haga.
-¿Quieres que continúe?
-Hazlo, contestó el intrigado.
Pasarás en ocasiones, letargos durante los cuales tu ojo ciego escribirá con letras invisibles en este libro caracteres que tú nunca podrás ver, producto de la sabiduría que tu ojo vislumbre en tus viajes. A partir del momento en el que converse yo con tu ojo, irás olvidando el significado de las letras, no podrás leer más. Pero tu vida y las muchas vidas que recorrerán los que te acompañen quedarán escritas en este pequeño libro, al igual que otras muchas cosas que ayudarán a las gentes a acercarse al mayor conocimiento de los procesos de la vida. Te brotará una señal en alguna parte de tu cuerpo similar a un tatuaje que te marcará para siempre. Cada vez que te encuentres con alguien que porte el mismo signo en cualquier sitio de su cuerpo y que como tu tenga un ojo blanco, comunicarás y escucharás lo más importante de lo observado y aprendido en tus correrías, eso si, después de comprobar que la marca es natural en la piel y no fruto de pintarrajeo o tatuaje alguno; ellos harán lo mismo con la tuya.
Todos ellos llevarán un libro similar al tuyo y aunque las hojas estén en blanco, os intercambiareis vuestro libros y las ojeareis una a una. En ellos vuestros ojos lo verán todo, hasta lo que a vosotros os haya pasado desapercibido. 


En muy contadas ocasiones, te encontrarás en la mar la forma de la señal de la que te he hablado, a modo de islas. Exactamente será la misma que la de vuestras marcas, ocho islas iguales con forma de cabeza de flecha formando un círculo, con una de ellas algo separada de las otras. Esa, estará habitada por una persona, mujer u hombre. No volverás a encontrarte otra vez con quién la habite, aunque sí que podrías hacerlo con otra persona de estas en un lugar distinto. Te quedarás con ella hasta que te sobrevenga una de las ausencias de las que te digo comenzarán a sucederte. Dejarás dicho a tus compañeros, que permitan acompañarte durante tus abandonos a dicha persona a tu lado. Esta recopilará el contenido de tu libro para usarlo como les plazca, ni yo misma sé cuál es el destino final de tales conocimientos. Las ciencias invisiblemente escritas en ellos, serán en lo muy lejano imprescindibles para ganar una batalla que se jugará a vida o muerte. Si esa batalla la perdemos, las personas todas desapareceremos de la faz del mar, menos unos pocos que se harán con ella, toda.
Si te comprometes a hacer lo que te pido, contestaré también a tu segunda pregunta.
Una cosa más, si en alguna circunstancia descubres a alguien marcado con el mismo signo pero que es una copia tatuada con métodos humanos y no nacido espontáneo como los vuestros e intenta engañaros y os pide vuestro libro como si fuera uno de vosotros, mátala sin dilación, que no escape y si lo hace persíguela dejándolo todo para acabar con él o ella…sea quien sea.
-¡Mucho demandas señora!
-Tú juzgarás si deseas o no cumplir con tus promesas, estás a tiempo de no escuchar la respuesta a la segunda de las preguntas. La contestación a la primera será un regalo, pero “ay de ti” si no cumples después de comprometido con la segunda. Tú decides.
Trumoia empezó a intuir que sería cierto lo que le contase, se sentía inquieto. Era hombre de palabra y lo que solicitaba la vieja era mucho.
-Tengo que pensarlo, le dijo.
-Mañana volveré por aquí, si lo deseas, te contaré cual será la mayor amenaza a la que os enfrentareis tú y tu tripulación viajando a bordo de la MARINEGRA, si deseas respuesta a la segunda de tus preguntas deberás cumplir con todo lo que te he contado o lo lamentarás como no habrás de lamentar nunca más nada, si te sientes perturbado y no quieres saber nada de esto, ni siquiera de la respuesta a la primera pregunta, decidelo hoy mismo antes de dormirte y mañana te prometo que no te acordarás de nuestra conversación.
Dicho esto se dio media vuelta y se fue.
¡MARINEGRA! ¿Cómo podía saber aquella mujer el significado de MARIBELTZ? Le encorajinó sentirse inquieto. Quedaban pocas horas de luz y pronto le entraría el sueño, el día había sido muy intenso, después de tantas semanas de trabajo y agotados todos los recursos que consiguió juntar tras años de trabajo y privaciones, el bello bergantín esperaba ser botado. Mañana abandonaría el astillero construido en aquella tierra tan lejana de la suya, contemplaba a la Maribeltz que se le asemejaba a una yegua deseosa de salir en carrera. La piel, su casco, con las tracas bien alineadas y calafateadas, los dos mástiles erguidos y firmes anhelando el empuje de las velas preñadas. La mar, el por y para qué, la vida, le llegaría mañana.
¿Cómo no querer saber cuál sería su mayor amenaza y la respuesta adecuada ante ella?
Al día siguiente cuando llegó ella, ya la esperaba.
-Está decidido, cuéntame.
Ella lo cogió de la mano y lo llevó a un lugar apartado.
Le pidió que se sentase y ella lo hizo sobre sus rodillas, se acercó al ojo brumoso y murmuró algo que él no fue capaz de entender. No olía mal la vieja advirtió, lo hacía a sudor reciente, limpio. Comenzó incluso a sentir un hormigueo en la entrepierna, lo que le apuró bastante. La vieja sonrió y el intuyó que lo notaba, ¡tu ojo está dormido y tengo que despertarlo! dijo ella y añadió que no solo sabía hablar en silencio aquel globo blanco, sino que además también respiraba y disfrutaba de un buen husmeo.
-Estate tranquilo, no quiero de ti nada más que corresponderte por librarme de aquellos patanes, además no eres mi tipo.
Sonrió y Trumoia con ella.
Al poco notó un cosquilleo en su ojo, acompañado de un agradable calor que no supuso molestia alguna, el ardor fue en aumento, escuchó unos sonidos acuosos provenientes de su cara, no eran palabras pero la vieja escuchaba con total atención con los ojos brillantes y muy abiertos, ni se oían sus respiros. A la vez que perdió el conocimiento la vio, la gran ola de lomo blanco, BAGATXURI.


Ahora Trumoia sobre la cubierta del barco y bajo aquella manta, sentía lo mismo que en aquel desmayo. Percibía un peligro que venía de aquellas tranquilas aguas. Estaba somnoliento, los peces voladores cada vez eran más.
Brincó como un gato sorprendido y en el horizonte oscuro, la estela de la luna comenzó a desaparecer, algo se interponía e iba creciendo entre ella y el Maribeltz, avanzando silenciosamente hacia ellos, mientras a cada momento eran más numerosos los peces que plateaban el cielo.
Allí estaba, al fin aparecía ante él, BAGATXURI





…una gran ola con lomo blanco será el mayor peligro al que se enfrentarás tú, los que te acompañen en tu Maribeltz. Intentará y si no estás muy atento conseguirá, llevaros con ella a un lugar en el que encontrareis muchos más barcos reunidos sin poder alejarse nunca lo suficiente del lugar. Estarán en la mitad de nada en un espacio en el que siempre llueve y gran número de peces que vuelan caen en la cubierta de los barcos por las noches. Así los allí reunidos, invariablemente tienen agua para beber y peces alados para comer. Desconfía de las noches de luna llena, sobre todo si ves destellar peces voladores por el entorno…


Ya estaba más cerca y empezaban a alinearse sus innumerables crestas, tomando forma de herradura, los lados de ella los rodearían evitando escape. Después los transportaría al lugar desconocido.
La vieja o su mismo ojo blanco, no lo sabía a ciencia cierta, le reveló como muchas veces los barcos atrapados largaban velas e intentaban huir de aquel lugar y como al siguiente amanecer, -hicieran lo que hicieran- volvían a encontrarse de nuevo en él. Con el paso del tiempo cejaban en su empeño y permanecían resignados allí hasta su muerte, las más de las veces por absoluta melancolía.
Pero en su entredesvelo supo de la dio la defensa correcta de la siguiente manera:
…la gran ola blanca BAGATXURI, es el espíritu de un codicioso pirata que saqueó innumerables barcos en su larga vida. Apreciaba no el oro sino la plata. Decía que el oro era el excremento de la tierra y la plata el sudor de amor de todas las aguas dulces, saladas, de lluvia, en brumas o cualquiera de sus formas. La fuga a el acoso de la gran blanca está en la obsesión del espíritu de tal pirata, la plata te pondrá en peligro y en ella hallarás el escape. En las noches de luna llena llevarás en la parte del barco que dé al rastro de su luz, un arpón de buena plata sin soga en manos de alguien bien capaz de manejarlo. Cuando se acerque hay que dejarla avanzar hasta que se pueda clavar el arpón preciso y con fuerza en su lomo. No habrá más que una oportunidad, si adivina ella vuestras intenciones o se yerra al intentar arponearla, os arrastrará hasta la infausta prisión que te he descrito…
Pensó Trumoia al despertar que si no transportase plata alguna estaría a salvo de la amenaza, pero “un pirata sin plata no es pirata”, se decía en los círculos del gremio. Vio con claridad todo lo descrito por la mujer: la apariencia de los barcos reunidos en forma de un gran círculo erizado de mástiles y brillante por la continua lluvia, como se oscurecía la luz de la Luna al acercarse en su busca la gran ola casi en silencio y todo, todo salpicado de peces voladores. Ahora llegaba el momento y se encontraba débil. Intentó gritar pero por causa de su debilidad, a voz no le salía lo suficientemente sonora, el piloto y Monkey dormidos…
Por lo menos el brillo del arpón delataba que se encontraba en su sitio dispuesto y fue arrastrándose hacia él. La ola cada vez mayor se acercaba adivinándosele su lomo blanco, allí debería clavarse el arpón preciso y profundo. Cada vez más cerca la ola del barco y Trumoia del arpón, el tiempo corriendo delante de ellos. El ojo nublado producía aquellos ruidos acuosos y se encontraba caliente estimulando al esfuerzo, Trumoia ya ni intentaba gritar, era algo entre los dos, estaba claro y tropezándose con todo en su gatear llegó por fin a su destino tomando el pesado arpón entre sus manos. Con una mueca de determinación y esfuerzo en sus labios alzó el de plata bien sujeto, gastando sus últimas fuerzas en incorporarse y atender el tramo final sin quitar ojo de la BAGATXURI. Tenía que ser un arponeo certero y se concentró en ello, su ojo blanco brillaba intensamente como desafiando a la siniestra presencia.
Bagatxuri llegó a la borda lunada y lanzó el arpón. Voló con fuerza y atino clavándose profundamente en su lomo. Al hacerlo ella se detuvo. Empezó a retorcerse y por un tiempo pareciera que se convertía en una gran ballena blanca sangrando plata por la llaga. Herida de muerte exhaló un quejido de sonido desconocido por el oído humano e indefinible. Continuó en su retorcijo un tiempo mientras Trumoia caía exhausto, el Maribeltz estaba a salvo…sin embargo su ojo seguía alterado.
Había otra orden que no se había cumplido, el arpón ¡NO! debía de estar prendido a soga alguna. Al morir descompuesta la ola, el arpón desapareció bajo el agua y oyó como el esparto con un siseo, comenzaba a transitar como una culebra por la borda.
Siendo un objeto punzante y valioso, solían amarrarlo para evitar que con los embates pudiese perderse o herir a alguien. Pero con una noche como aquella ¡no podía estar sujeto a nada! Apurado consiguió desatarlo de la borda la soga trabó un pie a Trumoia y se lo llevó aguas abajo desapareciendo.


Dicen que al morir pasan resumidas las imágenes más notables por la mente de uno. En la vida de Trumoia sucedieron muchas cosas intensas, era imposible que desfilasen todas en solo unos instantes. Pero si que desfilaron algunas, puede que la mayormente sentidas.
Desde que tuvo aquel enfrentamiento con el patrón de aquel barco ballenero en el que se había enrolado como marinero, la vida le cambió mucho.
Entre los balleneros de buena casta había algo sagrado. Una ballena era intocable cuando estaba acompañada por una cría pequeña. Los arpones no se mancharían con su sangre nunca, además de ser cruel daba mal fario. Aún y todo aquel maldito patrón obligó a perseguir a aquella ballena que extrañamente estaba acompañada de dos pequeños ballenatos. Ella a pesar de la dificultad de movimientos evasivos por la juventud de sus crías logró ganarles la partida y huir de ellos, pero en la última maniobra de escape una de las crías quedó aislada y sola. El patrón lo vio y ordenó que se acercasen a la pequeña para clavar los arpones en ella y así los lamentos de ella atraerían a la madre con la otra cría. Esa sería la venganza a su derrota, esperar con una sonrisa victoriosa en sus labios a que acudiese a la llamada y matarlas a las tres. Además de inepto era brutal y ante el estupor de los marineros se dispuso él mismo en la proa con un arpón en la mano, dispuesto a hundirlo en la pequeña que aislada llamaba presa del miedo desesperadamente a su madre.
La chispa del motín se mascaba y todos los embarcados miraban al segundo para ver qué decisión tomaba, pero éste temía demasiado a las consecuencias y agachó su cabeza en señal de sumisión ante tal barbaridad. Los remeros del bote cazador se acercaron a la cría y cuando ya se prestaba el maldito patrón a consumar su decisión, Trumoia que era el más joven de todos se enfrentó a él y ante el estupor y vergüenza de los demás lo desarmó tras un forcejeo.
La cría acudió al encuentro de su madre que ya se encontraba de vuelta y cerca, marchando libres las tres.
Prometió el ruin bastardo toda clase de castigos y de seguro los habría cometido de no huir esa misma noche en el mismo bote en el que se consumaron los hechos, dando comienzo a sus peripecias marinas en otros modos bien diferentes al de cazador de ballenas.
Antes de los hechos, ya tenía decidido abandonar tal actividad, sobre todo después de aquella pesadilla que había tenido:

“Una gran ballena era la única adulta viva después del exterminio de todas sus hermanas. Nadaba rodeada de miles y miles de crías todas huérfanas y muchas de ellas heridas. Los balleneros no encontraban adultas que cazar pero sabían de la existencia de la gran manada conducida por la única ballena grande.
Como durante su continua huida no se daba el descanso, muchas de las pequeñas iban unas rezagándose sin poder continuar por la fatiga y otras muertas dejando un rastro de carne inerte. La codicia de los balleneros los enloquecía ante tal estela de agonía. Todos los barcos navegaban en su pos, como una gran flota de destrucción y espanto, mientras los arpones se iban clavando en los pequeños ballenatos, rematando a los vivos o dejándolos heridos de muerte.
En la pesadilla Trumoia espantado ante la barbarie pedía a gritos cesar tamaña tropelía, pero nadie le hacía caso.
El acoso a la gran ballena terminaba cuando conseguía desaparecer en un banco de niebla acompañada únicamente por una cría.
Antes de desaparecer ambas en la salvadora oscuridad brumosa, se giraban un momento como contemplando afligidas la estela de exterminio ocasionada por los balleneros. Entonces en la pequeña ballena de un poco común color pálido, Trumoia entreveía un extraño círculo oscuro encima de su hocico que no lograba distinguir con claridad.
Tras desvanecerse ambas, la flota decidía volver por las mismas aguas para recoger los cadáveres flotantes.
Y ahí se culminaba el horror, al comprobar que los ballenatos se habían transformado en miles de niños muertos que eran los hijos, nietos, sobrinos, hermanos pequeños…de los propios balleneros. Todos rompían a llorar y muchos se lanzaban al agua buscando la muerte, al comprobar en que se había convertido su locura sanguinaria”...
Según descendía Trumoia hacia el fondo del mar consumiendo sus últimos instantes de vida, recordó el sueño y se alegró de las decisiones al respecto tomadas.
Se acordó del ballenato que sobrevivió a la masacre y recordó vagamente la marca circular que vislumbró en su cabeza. Y en eso vio como una forma blanca se acercaba a él desde la oscuridad del fondo. Se llegó hasta él y resultó ser una gran ballena blanca. Vio la marca en su cabeza que ya la tenía a escasos centímetros de su cara. Era la misma marca que llevaba el mismo en su pómulo. Antes de perder la total consciencia notó como la soga del arpón se desprendía de su pie atrapado y sintió como aquella ballena le empujaba con delicadeza y le subía mientras ya perdía totalmente la consciencia...

Como siempre después de aquellos trances se encontraba débil y confuso. Estaba bien entrada la mañana y la tripulación se encontraba con sus quehaceres habituales. El Maribeltz navegaba con buenos aires en una espléndida mañana.Musa, se le acercó con una taza de té y le dijo como lo habían encontrado mojado en cubierta, de seguro por razón de alguna ola aislada o por el fuerte rocío de la noche. Le habían cambiado de ropa y se encontraba seco y cómodo, bajo el mástil en el que Monkey atronaba alegre en la cofa mientras oteaba el horizonte.
-¿Quieres algo más?
Trumoia le contestó que tenía hambre.
-Hoy en cubierta había muchos peces voladores, diré al cocinero que te ase unos cuantos, le dijo Musa.
-¿Peces voladores? preguntó.
-Si, por toda la cubierta contestó el árabe. Y comenzó a dirigirse a la cocina.
-Musa, espera. Antes mira si el arpón de plata está en su sitio.
Se dirigió a cumplir lo solicitado y al poco volvió para comunicarle que había desaparecido. Le indicó que de inmediato le diría a Gastón que fabricase otro.
-Creo que ya no nos hará falta le comunicó Trumoia, o tal vez si, no estoy seguro. Bueno, mejor que lo haga, si.
Ante la extrañeza que mostraba Musa, le aclaró que no estaba seguro de si soñó algo muy intensamente, que estaba confuso y fuera en busca de esos peces.
-¡Ah! Musa, una última cosa, dentro de un rato cuando haya dado cuenta de los peces, diles al piloto y arponero de guardia que se acerquen.