domingo, 27 de enero de 2013

MONKEY







MONKEY


El siguiente tripulante del Maribeltz, en éste caso el vigía, es producto de la imaginación (o desvaríos) de mi grande (mide cerca de tres metros), amigo Lorien Andrés. Espero que algún día también se convierta en ”gran”, pero por el momento nos conformaremos con ser amigos por Facebook, hasta que quizás un día nos veamos en la alto de un mástil.
El personaje descrito por él es el primero que dibujo de frente. Lo nombraré asimismo en “El libro de Sándor” cuando lo suba, es un personaje que da mucho juego y así quizás consiga que Lorien se anime y escriba alguna cosa más para incluirlo en las peripecias de Sándor.
Os dejo con MONKEY




Monkey vigilaba encima del mástil principal del barco, canturreando la misma canción grave que le llegaba desde la cubierta, donde el gordo Ponpon animaba el duro trabajo de la tripulación. Cartamago relataba alguna aventura a Gastón, que miraba con disimulo al extraño marinero que se pasaba la mitad del día mirando al cielo, y un par de grumetes limpiaban la zona de popa con energía. La sangre reseca costaba de salir, aún en alta mar. Su cabeza divagó acerca de la tarde que perdió el ojo, que ahora descansaba tapado por un parche. Un ojo mágico que le permitía ver cosas que nadie podía ver, aunque le causaba un tremendo dolor usar su habilidad, y no funcionaba siempre. Cuando lo hacía, sentía como si una rata le royera el estómago. Una rata no, se dijo. Un gato. Mejor un gato. Y la historia se recreó en su cabeza, una vez más…
Sayuri Bugger no salía de su asombro: le había llamado para un trabajo Alatáriël Peatfingers, la gran hechicera del territorio zulú del gran continente. Se decía de Alatáriël que descendía de la mítica guerrera Kahêra, que luchó por todo el norte de África para evitar la invasión musulmana, muchísimos años atrás. Sayuri no sabía si eso era cierto o no y, en cierto modo, poco le importaba. Pero sí tenía clara una cosa: la brujería le impregnaba el cuerpo del más terrible pavor. Quizás, solo quizás, ni tan siquiera robaría nada en esta visita.
Sayuri se había ganado un nombre en su país, el país del sol naciente, como ladrón. No estaba orgulloso de ello, pero era lo único que sabía hacer. Un día, le atraparon. Un amigo le denunció. Estuvo a punto de ser ahorcado, y se salvo por un tecnicismo nada usual en aquella época. Ni él mismo sabía qué había pasado exactamente, pero escapó lo más rápido que pudo. Cogió un barco hacía destino incierto, pero lejano, y estuvo más de un año en el navío, aprendiendo los secretos del mar. Cuando el vigía estaba indispuesto, él solía hacer sus funciones, aunque no podía decir que le gustara su trabajo eventual: era un poco bizco, y le costaba focalizar la vista en puntos lejanos.
Allí conoció a un anciano, tan viejo como el mismo barco, al que escuchaba durante interminables jornadas de vigilancia: historias, cuentos y fábulas. Ese mismo hombre fue el que le contó la existencia de seres extraordinarios, y parajes aún más maravillosos. Esos conocimientos los usó, una vez llegado a Nacala Porto, cerca de Mozambique, para dedicarse a limpiar de invitados indeseados los palacetes de los ricachones de la ciudad y alrededores: comida y gente significaba bichos. Él sabía que ciertos animales comían de otros con exquisita eficacia, y usó esos conocimientos para dedicarse a ser una suerte de exterminador. Si los clientes vivían cerca de un río y los atosigaban los mosquitos, introducía murciélagos en su zona; si había moscas, repartía peludas arañas de patas cortas por la casa; y así con toda suerte de poblaciones autóctonas de casas y mansiones.
No pudo evitar combinar sus dos habilidades y, con el tiempo, empezar a robar las casas que purgaba de insectos. Cambió su apellido a Bugger, y se dedicó a dar vueltas por todo el sur de África, ganando cantidades considerables de dinero, y robando cantidades aún más apetecibles. Su cabeza dejó de dar vueltas cuando llegó al caserón, que dormía rodeado de una niebla más que tenebrosa: no recordaba haber tardado tanto en llegar. Entró en la casa y la vieja hechicera le recibió, acompañada de un gato rojo (cosa que, por cierto, nunca había visto).
-Hormigas- espetó la bruja-. Tengo hormigas por toda la casa.
-Eso costará dinero, señora – mintió el joven pícaro-. Y tendrá que abandonar la casa para poder inspeccionar bien.
-No será un problema, tú solucióname el mío, y yo compensaré tus artes.
Sayuri no podía creerlo: era la tarea más fácil. Conocía un animal exótico, llamado vermilingua, que era hijo de un oso y un gusano, con una larga lengua, que gustaba de alimentarse de las hormigas. Tenía un amigo que lo traería de las tierras Aztecas antes del próximo año, y no le costaría más que una caja de botellas de ron. A la bruja pensaba cobrarle mucho más. Mientras canturreaba dando vueltas por la casa, vio un mono, muerto, con la cabeza abierta y los ojos arrancados. Una daga dorada, que resplandecía como si hubiese viajado hasta el sol, descansaba totalmente limpia al lado del cadáver del simio. Sus ojos se abrieron como platos, se olvidó por completo del mono, y sin detener su paso se hizo con ella, llevándola al zurrón que tenía escondido en su chaqueta. Justo al segundo de hacer eso, escuchó un bufido: el gato le había descubierto.
No tenía ni idea de cómo, pero ese maldito felino avisaría a la hechicera. Estaba convencido de que podría conversar con su mascota, por medio de algún sortilegio malvado. No sabía qué hacer, pero al saltar el gato hacia su cara, los reflejos le traicionaron: un rápido movimiento de manos y le rompió el cuello al animal, justo en el mismo instante en que un grito desgarraba el aire: era la hechicera. Lo sabía. Lo había notado. Corrió lo más rápido que pudo para escapar de allí, pero antes de salir de la casa se le paralizaron los pies, y cayó rodando contra el duro suelo.
-Has matado a mi padre- Alatáriël tenía los ojos hinchados, de color rojo-. Pagarás por ello.
-No sé de qué me hablas, puta loca-. Sayuri no pensaba con claridad, estaba totalmente fuera de control y temblaba visiblemente.
En ese momento supo que estaba muerto. Lo supo cuando el mono que había visto muerto junto a la daga aparecía por detrás de la bruja, con la daga dorada en la mano. Sayuri no sabía si era la misma, o si simplemente la daga se había transportado de forma mágica. Pero la hechicera se reía mientras, con violencia, y hablando en un idioma que el ladrón no reconoció, se acercó al pobre exterminador.
-Vas a matarme, ¿verdad?-. Las lágrimas le caían por las mejillas.
-Peor, querido, mucho peor.
Entre las risas de la hechicera, y los gritos del ladrón, la daga se hundía poco a poco en el ojo del segundo, hasta perder la consciencia. El maldito mono aullaba dando saltos y aporreando el suelo carcomido.
Despertó sin saber bien dónde estaba. Cielo abierto y el olor salado del mar. Un hombre corpulento, con un tambor tatuado en su frente, le ayudó a levantarse.
-Bienvenido al Maribeltz, camarada- El hombretón sudaba copiosamente, aunque su sonrisa era casi perfecta-. ¿cómo te llamas?
-¿qué… qué hago aquí?- Estaba desorientado. ¿Había soñado todo aquello?
-Te han vendido a nuestro capitán, amigo. Ahora formas parte de la tripulación.
No entendía nada. Absolutamente nada. Con el tiempo, gracias al dolor que experimentaba cuando usaba el ojo malo, impregnado con la magia de la daga que lo había atravesado, y junto a las interminables pesadillas en las que era devorado por un mono gigante y burlón, descubrió a qué se refería la hechicera.
-Lo primero que deberías de hacer es taparte ese ojo, amigo, das un poco de grima- le espetó otro de los tripulantes-. Pareces medio loco.
Una risa se extendió entre la tripulación.
-¿No vas a decirnos tu nombre?- El gordo del tambor insistió.
-Monkey- soltó de repente, casi sin pensar-. Podéis llamarme Monkey.

(Escrito por Lorien Andrés)