sábado, 23 de noviembre de 2013

MARAMA Y SÁNDOR

SÁNDOR

Se dice que todas las personas tienen una historia, pero hubo una vez un hombre que tenía miles. Algunas las ideó él mismo, otras las vivió y otras las tomó de unos labios amados por él, robando una con cada beso que le daba. Pero contar esto es comenzar por el final y así no debe empezar ningún relato.
Nació en Hungría y allí vivió su infancia. De su tierra natal recibió el regalo de un profundo amor por la música y de sus padres, que le contaron sus primeros cuentos, la fascinación por la palabra. Le llamaron Sándor, forma húngara del nombre Alejandro. Tal vez por ese motivo, por honrar el nombre que llevó el más grande de sus tocayos, quiso desde muy joven recorrer el mundo y realizar conquistas, aunque él no soñaba con oro o posesiones: solo quería conquistar historias. Era apenas un niño cuando huyó de casa. Con las manos vacías y a pie, emprendió el largo camino que le separaba del mar. Conoció el hambre y la sed; sus ropas se ensuciaron y rasgaron; sus pies descalzos se llenaron de ampollas y heridas sangrantes, pero nada pudo detener su marcha. Cada penuria era para él un capítulo de su Libro de Aventuras (al que otros llamaban “vida”) y lo aceptaba con el convencimiento de que tendría un final feliz. Tras muchos días de viaje, cuando ya no sabía si hacía semanas o años desde el momento en que partió de la casa paterna, lo vio. Estaba allí, lejos aún, más azul que el cielo, más brillante que la plata y, pese a que lo veía por primera vez, lo reconoció: el mar; esa porción de agua que se convertiría en su hogar y, probablemente, en su tumba, porque una vez encontrado, no quería abandonarlo ni siquiera tras su muerte.
Encontró a unos campesinos a los que preguntó por el nombre de aquella franja azul. Es el Adriático, le contestaron y el repitió el nombre. Adriático, dijo, como empapándose de él al tiempo que lo colocaba en su lugar apropiado dentro de la historia que empezaba a nacer en su corazón. Encaminó sus pasos hacia la orilla, sin dejar de mirar al mar, ajeno a todo lo que no fuera ese brillo húmedo que llenaba sus ojos. Su andar se volvió lento, reverente, como si se dirigiese al altar de su dios a realizar un sacrificio. Llegó al borde de la playa, se arrodilló junto al agua y la acarició con sus manos, saludando al líquido, al tiempo que sus ojos derramaban lágrimas de emoción y alegría sobre las olas. El mar aceptó su ofrenda y le invitó a entrar en él. Apenas unas horas después, se había enrolado como grumete en el primer barco que salía del puerto, un mercante que llevaba aceite y vino para cambiar por oro con los comerciantes de los puertos en que recalaría.
Aquel barco fue su primer hogar marino. En el aprendió a reconocer las mareas y los vientos, las partes del barco y los distintos oficios que en él se practicaban. Por las noches se sentaban todos en la cubierta a descansar, fumar sus pipas y contar historias de otros viajes y otros tiempos. Pronto el joven Sándor conquistó a todos por su imaginación y su gracia al relatar, llegando especialmente al corazón del capitán del navío quien deseó hacer algo en favor de aquel jovencísimo cuentacuentos.
Una mañana el capitán le llamó a su presencia y, aunque Sándor sabía que cumplía bien con sus tareas y que todos le apreciaban, no pudo evitar un cierto resquemor que se fue convirtiendo en pánico conforme se acercaba al camarote. Nada más abrir la puerta, el capitán le invitó a tomar asiento, al tiempo que le preguntaba si ya sabía leer y escribir. Cuando respondió afirmativamente, el oficial sonrió y, tomando de su mesa una caja de madera, se la entregó diciendo “Anota tus historias, para que no se pierda ninguna”. Luego le despidió y el grumete corrió hacia su litera, casi sin aliento, deseando descubrir lo que había dentro. Al abrirla encontró un pliego de hojas de pergamino, una pluma de cisne, debidamente despojada de sus barbas y recortada para escribir, y un bello tintero de plata. Esos serían sus primeros bienes y, quizá por ello, los más preciados que tuvo nunca.
A partir de aquel día fue llenando páginas de historias, mapas y dibujos, reteniendo en ellos cuando se presentaba a su vista o a su imaginación. Tuvo que comprar muchos pliegos más y un día pudo incluso coserlos, envolviéndolos en una cubierta de cuero, hasta convertirlos en el libro más maravilloso y fascinante que un ser humano haya escrito jamás. Pero mientras llegaba ese día, ocurrió algo que llenaría su libro de belleza y cambiaría su vida para siempre: las palabras se transformaron en mujer y Sándor encontró el amor. Una mujer que nada común que con sus palabras le enredó en columnas de aire fresco, le hizo subir al cielo y bajar a las profundidades de la tierra; entrar en un volcán, quemándose en su lava ardiente; sumergirse en un río de aguas cristalinas; volar, nadar y correr. No pudo evitarlo, se enamoró perdidamente de la narradora...

(Amparo Kreysa)


Ojead el libro y escuchad en silencio. Diréis que el leer no puede ser oído pero os equivocáis. Los relatos de Marama plumados por Sándor, son únicos y pueden ser escuchados. Su voz está viva en las sombras de sus signos esperando alborotar a cualquiera que pose su atención en ellos.
Pero antes de abrir sus recias tapas, conoced algo más de Marama y Sándor.

MARAMA

El rostro de Marama estaba rojo como el ocaso, la cabeza le bullía… había llegado la hora. Caminó hacia la orilla de la playa que absorbía las luces del día. Se amoldaba la arena tostada a sus pies, siguiéndola tras de sí sus huellas. Llegada a las aguas que repartían fulgores no se detuvo y se introdujo decidida en ellas. A unos metros dentro el agua bullía, varios grandes tiburones, con sus aletas espumaban surcos blancos en la superficie del agua. Mientras avanzaba, el nivel del agua fue trepando en Marama y llegado a su barbilla la mujer se detuvo y esperó. Las brillantes aletas fueron acercándose, la rodearon formando un círculo completo y se mantuvieron quedas. El último Sol se sumergió y sincronizada con él, la cabeza de Marama se ocultó bajo el agua. Dentro de su silencio se acercaron pausados los tiburones y la mujer fue a cada uno mirando a sus pequeños ojos. En la playa todos los habitantes del poblado observaban la escena. Unos instantes después partieron raudas las aletas dejando efervescentes trazas blancas sobre la superficie del agua.
Cuando salió del agua Marama…sonreía, ahora tranquila...



SANDOR, el vagamundos magiar, desde muy joven fue un viajero solitario. Cualquier vereda o travesía despertó siempre su deseo perpetuo de agregar etapas y singladuras. Afirmaba que el mundo no tenía principio ni final ya que estos lo determinaban el hogar de cada uno y el suyo estaba en sus huellas o en la estela del barco que lo transportara. En uno de sus viajes arribó a dominios maorís como tripulante de una embarcación, que en la barra donde rompen las olas fue cruzada y hundida a poca distancia de la playa ante los muchos ojos que observaban.
Los isleños no bienvenían a aquellos diablos blancos y los atacaban duramente, sin piedad alguna. No los querían allí por ningún motivo, les producía rechazo todo de ellos menos dos cosas, batallar contra ellos y zampar sus carnes.
Dos circunstancias salvaron su vida. La primera, que fue el único en no ser devorado por los grandes tiburones y la segunda, que al llegar a duras penas a la orilla ya sin ropas, su espalda se mostró primorosamente tatuada, con la representación de una biblioteca con sus estantes plagados de libros, ante la cual los nativos quedaron pasmados. Solo tres pertenencias libró a duras penas del naufragio, un violín con su arco, una pluma con su tintero de plata y un rollo de papeles con sus escritos, todo ello a salvo en una mochila cosida y encerada que portaba bien sujeta a su espalda.
Al llegar a la orilla totalmente desnudo, con mucha agua tragada, sus músculos hinchados y su piel encarnada por el esfuerzo, ofreció a los que ya se disponían a acabar con sus días en aquel arenal una imagen que no olvidarían, ya el Sol se ocultaba entre nubes y unos pocos de sus últimos fuegos se abrieron paso entre las nubes iluminando tenuemente el espacio donde en la orilla, Sándor se incorporaba. Luego se quitó el bulto de la espalda y apareció en su piel colorada y tensa la hermosa geometría tatuada, por el Sol magnificada. Antes de lancearlo, alguien sugirió despellejarlo para conservar su torso tatuado y la propuesta fue aceptada. Esa misma noche, intuyendo su escaso futuro, sacó su mejor arma para terminar de calmar a sus captores, su violín. El escuchar los sonidos de sus cuerdas y la templada voz que gozaba, hizo que al día siguiente los fieros maorís continuasen con sus dietas habituales, respetando su cuerpo blanco; eran demasiadas señales como para ignorarlas: su salvación del siniestro, los rayos del Sol haciéndose hueco entre las nubes para iluminar su espalda tatuada y aquel extraño instrumento que acompañado de su voz ocupó con gentileza sus oídos. Por este cúmulo de circunstancias Sándor fue respetado e inició su convivencia entre aquellas personas.
Amaba la retórica en todas sus formas y aprendió pronto la lengua maorí, al igual que lo hizo con otras en los muchos lugares que visitó. Su sabiduría y capacidad para el relato, y su bella voz profunda dispuesta también siempre al canto que tan bien hermanaba con su preciado violín, hicieron que pronto fuera estimado por ello...

Se encontraba en otra isla mayor y más poblada cuando se produjo “la llamada”. Estaba al tanto de que en cualquier momento se originase el que era mayor acontecimiento de las islas. Sabía del poder de atracción que tenía cierta mujer de nombre MARAMA, que en secreto ocultaban el lugar donde moraba. Los isleños le dijeron que era ella guardadora de la historia de su pueblo e inigualable cronista de todo tipo de relatos. De tiempo en tiempo, comunicaba a los habitantes de otras islas su intención de referir hechos, memorias y fábulas de todo tipo, que hacían que el suceso vaciase las islas vecinas, cuyos habitantes acudían en tropel y excitados a caer cautivos del poderío de las recitadas.
No era conocida asistencia de ningún forastero a la isla que en tiempos posteriores sería arribo de un desmantelado Maribeltz y hasta la llegada de éste, ningún otro hombre extraño puso sus botas o pies desnudos en sus calas, sin recibir andanadas de flechas y ataques en las orillas de los imponentes tiburones, que según decían los habitantes tatuados de aquellas islas protegían con celo a su señora. Sándor fue el primero, Marama ya había sabido de él y deseaba conocerlo.
Eran estos silenciosos escualos afirmaban, los que comunicaban las intenciones de Marama para sus convocaciones. Lo hacían portando el mensaje a las otras islas, por el modo de transmitir la noticia a selectas personas, en las que también habitaba el germen de las palabras, narradoras también ellas, aunque sin la grandeza de Marama. Conseguían entre todos que ellas naciesen en incontenibles oleadas de saberes, recuerdos, representaciones, fantasías y todo tipo de construcciones orales. En aquella convocatoria requirió Marama la presencia del magiar tatuado y por mutuo deseo se encontraron.
El encuentro entre Marama y Sándor fue seguido con mucho interés de los reunidos. En silencio contemplaron como Marama se acercó al extraño visitante y le pidió se levantase y descubriese los tatuajes que portaba en su espalda. Conocía ya Marama muchos aspectos de Sándor y observó con detenimiento sus libros tatuados, sin demandar explicación alguna ante tales refinadas marcas. Después de hacerlo le dedicó una sonrisa y en silencio se dirigió al centro de la gran cabaña donde sin dilación invadió el gran sigilo contenido para comenzar a expandir la magia de sus palabras.
Por el influjo de ellas, los asistentes reían, bailaban, se sumergían en largos silencios en los que las historias de sus ancestros les instruían en conocimientos de antiguo, como llegaron a aquellas islas y las vicisitudes del tan largo viaje, como estaba en los cuentos latente la sabiduría, relataba otros nuevos que boquiabrían a los oyentes depositándose en ellos muy dentro, la voz pausada de Marama, haciendo brotar de sus ojos tanto lágrimas de tristezas como relucientes destellos de alegría. El vigor y la extenuación, la dicha y el abatimiento, la armonía y la hostilidad, el arrojo y el espanto, la observancia y la premura, el sosiego y el trance, la historia y la fábula… todo invadía el recinto por el florecer de sus vocablos y sobre la cubierta de ramas de palma, iban transitando las horas y las diversas luces del día hasta llegar la negrura nocturna.
Llegada la noche, los reunidos habían viajado sentados a lo más lejano y cercano, transitando por el interior de la mente de aquella mujer menuda y hermosa.
Sándor sentía aletear nerviosas las hojas de sus libros tatuados. Parecía que las páginas demandaban recibir las sombras de sus palabras en la albura de sus hojas. No era capaz de asimilar toda la intensidad de aquellas largas horas, ocupadas por el lenguaje sencillo y directo de Marama que facilitaba su total comprensión y sentimiento. El vello erizado desde casi el comienzo, no cejó en su virilidad e incluso sintió como algunos de sus cabellos caían por no poder soportar la presión a momentos. Cuando acabó la reunión estaba al igual que todos, exhausto y subyugado.
No tardaron mucho Marama y Sándor en atraerse y amarse. Uno de otro saciaron su sed de conocimientos y ambos se embelesaban llenando los días y las noches con sus ciencias e ingenios.
Cuando uno hablaba el otro escuchaba prendado y acariciado por sus palabras, pasaba el tiempo y éste hacer continuo causaba regocijo entre los isleños que contemplaban -como se hace con un tesoro- la atracción de los dos personajes con gran complacencia, porque para todos ambos representaban un orgullo siendo la envidia de todo el archipiélago.
Muchas noches, se reunía todo el grupo en la playa cercando el fuego de una hoguera a escuchar sus fantasías y la dicha fluía a borbotones impregnándolo todo. Hasta los feroces tiburones parecía que atendían cerca de la orilla, sobresaliendo sus hoces en pausada armonía, mientras segaban en silencio las aguas.
Por entonces Anatahi ya gestaba en Marama.
A Marama cuando vio el tatuaje en el cuerpo de Sándor, le pareció bello. Un día le preguntó por el y Sándor le explicó como las palabras podían ser escritas y guardadas, en libros. Le dijo como aquel tatuaje representaba un depósito de libros, una biblioteca con sus estantes. Así esos tatuajes representaban los relatos que él iba, unos recopilados y otros propios, escribiendo. Le contaba como algo tan contrario como la experiencia del escritor y el ojeo del leyente, al pasar por el tamiz de las hojas escritas, los unía. Le explicaba que cada vez que un relato se leía era como que un nuevo libro se escribiese, ya que lo imaginado por el lector de ningún modo se correspondía en su total con la intención del escritor. Un libro era algo inacabable que no dejaba de crecer, según se iba leyendo por diferentes personas caminaba, pero siempre circunvalando al original. Cada libro era un mundo sin terminar de descubrir.
Marama desconocía la escritura. Para ella las palabras relatadas eran seres vivos. Cuando narraba algo nacían, vivían mientras eran contadas y cuando acababa el relato morían terminando el curso natural, esa era la secuencia de la existencia; cada vez que volvía a contar sus historias, se repetía el ciclo.
Sus conferencias eran tan sentidas por el poder de las palabras contadas en viva voz. Afirmaba que por los oídos penetraban las palabras, recorrían el cuerpo produciendo sensaciones y por los poros de la piel salían después para morir en el aire, por esa causa se erizaban e incluso caían los cabellos. Dedujo que al estar las palabras escritas, no estarían ni vivas ni muertas sino presas. No tendrían oportunidad de completar el ciclo natural de nacimiento, vida y muerte y por lo tanto sufrirían en el papel escritas. Ella concluyó de tal forma y prohibió a Sándor escribir nunca sus historias en libro alguno. No estaba dispuesta que sus historias pasasen tales sufrimientos, era mucho el amor que tenía por las palabras y haría lo que fuese necesario por ellas, como lo haría una madre por sus hijos. Sándor, escritor apasionado, intentó convencerla de su error… inútilmente.
Prometió que no lo haría, que solo escribiría los suyos. Utilizando algas y ceniza de las hogueras confeccionó un libro en el que escribió sus relatos y…los prohibidos por Marama; el también actuó con arreglo a sus convencimientos, aquello que escuchaba de Marama no podía perderse.
Un día ella lo descubrió y los días para Sándor en la isla tocaron a su fin.
Sabía que Marama no le permitiría que sus relatos continuasen en su libro y huyó. Evadido con su libro bajo el brazo y cerca de ser apresado apareció un barco en la isla. No lo dudó y se embarcó después de robar nadar el trecho que le separaba; de tal manera se despidió igualmente de la isla a como arribó como llegó a ella, nadando y una vez más respetado por los tiburones.
Lo le costó mucho convencer a su patrón de la poca conveniencia de arribar a tierra. Los maorís ya los acosaban de cerca y su vista atemorizó a la tripulación lo suficiente como para largar todo el trapo escapando de su amenaza. Así cada uno quedó solo del otro por sus convencimientos y Sándor continuó así su vagamundeo.

Acumuló un gran número de años, gran cantidad de ellos intensamente vividos, pero nunca olvidó a Marama ni dejó de amarla un instante. Tan fornido era su recuerdo que cada vez que leía alguno de sus relatos en su libro o en su memoria, perdía algunos de sus cabellos. Continuó su transitar sin casi paradas. Muchas veces pensó en volver a ella, pero al romper su promesa, desgarró lo que ella más quería de el, su confianza y para cuando quiso volver ya le pesaban los años y su suerte le negó el volver a verla.
Así se frustró el reencuentro:
Se encontraba al otro lado del mundo, ya era viejo y su cuerpo no estaba para muchos trotes, pero decidió intentarlo. Hacía tiempo que su cuerpo cansado le pedía un sitio en el que reposar hasta sus finales. Se encontraba en un lugar ajusticiado permanentemente por el Sol en compañía de un clan de temidos reductores de cabezas. Por alguna razón Sándor tenía una curiosa propensión a reunirse con los pueblos salvajes más temidos; sería pensaba el, porque eran más libres que los que de donde el provenía, eran de pensamiento sencillo y el hábito templado era más frecuente en sus vidas.
Para ellos Sándor representó conocimiento. Aquel hombre era ducho en materias para ellos desconocidas y su carácter sosegado produjo cercanía inmediata entre ellos. Los pocos hombres de aquel extraño color blanco como los puercos, para lo único que se aventuraban por allí era para hacerse con sus personas y encadenarlos para hacerlos desaparecer para siempre. El les hizo comprender que era mejor evitarlos que enfrentarse a ellos, pero las veces que aquellos hombres lograban sorprenderlos en sus razzias y capturaban a alguno de ellos, era el primero en ayudarles a perseguirlos y aprovechando su similar color de piel con cualquier argucia engañarlos emboscarlos, acabar con ellos y liberar a los raptados. Tampoco se oponía si se daba el caso, de que les cortaran y redujeran las cabezas con las que atemorizaban a sus enemigos y honraban a sus dioses y antepasados.
Cuando les comunicó que deseaba marcharse, aun causándole mucha pesadumbre la decisión, y sin intentar siquiera hacerle cambiar de opinión le ofrecieron ayudarle en su viaje por su edad y gratitud hacia el. Pero aquel viaje no pudo lo pudo realizar.
Cuando ya estaba todo dispuesto y ajustada su vieja mochila en la espalda, divisaron una pequeña nube que muchas veces se le había presentado en sus sueños. Esta nubecilla, a menudo se presentaba antes de disponerse a comenzar una de sus andanzas. Al principio se alegró pensando que era un buen augurio que se le presentase viva y se acercase a ellos.
Se encontraban en lo alto de una atalaya contemplando aquellas tierras que le ofrecieron tanto nuevas e intensas vivencias como bellezas y un corro de personas entre los que fue bien acogido y respetado. La nube se aproximaba sorteando unos riscos más bajos que daban al pie del picacho desde donde la contemplaban. Así a vista de pájaro se encontraba absorto contemplándola, cuando ella se detuvo a poca distancia y se deshizo en gotas lentamente desapareciendo mientras creaba unas fantásticas imágenes en movimiento con sus gotas, unas imágenes claras en la tierra seca mientras caían.
Contemplaron claramente en las secuencias, como primero se mostraba un libro cerrado, el suyo, después el libro se fue abriendo y corrieron sus páginas una a una de un lado a otro, cuando lo hicieron todas, el libro se cerró y en la contraportada apareció una Marama ya anciana sonriente. Después ella cerró los ojos y las gotas se evaporaron desapareciendo todo en un instante.
Sándor dedujo que Marama había muerto y que el no volvería a escribir una palabra más, ni marcharía a ninguna parte.
Les comunicó a sus deslumbrados compañeros el significado de todo aquello y supo que no volvería a ver aquel libro que se encontraba tan lejos, aquel libro en el que junto a los suyos se encontraba todo lo escuchado a Marama, aquel libro que el no podía imaginar que se encontraba acunado entre los brazos de ella cuando exhaló su último suspiro pensando en el, como postrero recuerdo de una vida casi del todo olvidada, aquel libro que un hijo suyo seducido por la misma nube blanca, fue buscado y encontrado después de embarcarse en un bergantín pirata de nombre Maribeltz, para tras un largo viaje hacia el otro confín del mundo conseguir que volviese a la isla de la que antes había huido de la ira de la que entonces lo reclamó.
Sándor sin embargo no se sintió lo apenado que se supondría después de aquella visión. Esa misma noche estando tumbado al fresco recordando sus vivencias en la isla de Marama, recordó cómo una vez ella le regaló un relato que comparaba a la vida con un nudo. Al no entenderlo le pidió que se explicara y ella le dijo que para hacer un buen nudo, hacían falta una cuerda con muchas pequeñas hebras; el nudo con sus hebras lo componían las vivencias todas, buenas y malas, como la vida.
El tuvo la dicha de conocer a una Marama plena y la tristeza de su ausencia, estaba más que compensada con la alegría de su memoria.





Mucho después, un extraño hombre con todo el cuerpo tatuado se presentó en aquel poblado. Al ver sus tatuajes, todos supieron que aquel era el hijo del que Sándor les habló tantas veces, Anatahi. Lo acogieron con agrado y al preguntar por su padre y si aún vivía, le contaron como murió al poco de producirse un hecho insólito. Le enseñaron después aquel último libro en el que se relataba como epílogo la aparición de aquella pequeña nube y lo acontecido. Pero Sándor sigue entre nosotros, le dijeron. Preside nuestra cabaña principal, en donde guardamos nuestros mayores tesoros. Estos son los conocimientos, los cuentos, la historia de nuestros antepasados, el lugar donde nos reunimos a debatir, a curar a nuestros enfermos, donde las mujeres alumbran a sus hijos, donde reposan las cenizas de nuestros muertos y, el sitio donde Sándor tantos y tantos ratos regaló a nuestras mentes y corazones con sus relatos y ciencias. En esa sombra, al dormir se pueden escuchar sus recitaciones, como si las palabras estuviesen vivas. Y además no está solo el, también se escucha, entre un rumor de aguas, la voz pausada de una mujer. Al invitarle a ver el interior de aquel pabellón entendió sus palabras. En un marco de madera se encontraba presidiendo en lo alto la estancia, la cabeza de Sándor refinadamente disecada. Supo por ello Anathi, lo mucho que aquellas gentes reverenciaban a su padre y se alegró por ello.
No obstante una preciosa pluma con su tintero y el resto de sus cenizas le fueron dadas. Aquel último libro escrito, lo conservarían ellos. Anatahi contempló largo rato el rostro de su padre y durmió esa noche en aquel recinto.

Durante la noche, soñó, soñó y soñó, asombrosas historias...


(Mikel Barrero)