sábado, 16 de febrero de 2013

EL LIBRO DE SÁNDOR



El contenido de este libro está escrito por varias personas.
Por el momento encontrareis pocos relatos pero la idea es que vayan siendo incluidos poco a poco más hasta que…bueno, no sé ni hasta qué, ni hasta cuándo.
La idea surgió en una conversación con Rafa, un amigo estudiante de la U.N.E.D. Le hablaba de este blog y de cómo aparecería un libro escrito por un personaje que aún no está dibujado (Sándor) y en el que irían incluidos los relatos de Marama que tampoco lo está.
No son los únicos que faltan, faltan muchas horas de lápiz, de historias sin escribir que ni siquiera están imaginadas, de viajes de cualquier parte a cualquier lugar que nuestros desvaríos puedan imaginar. Está todo en el aire, como el viento.
Algunos de los relatos estarán ilustrados, otros únicamente escritos.
Irán apareciendo poco a poco. En principio se dividirán en tres grupos: Los relatos de Marama, Los de Sándor y De los viajes del Maribeltz. Estos últimos no sé todavía como los incluiré en el libro, ya que Sándor nunca pisó su cubierta, ya veremos cómo se soluciona.

Amparo Kreysa
Lorien Andrés
Soledad Sánchez Mulas
Roberto Ramos Rodríguez...

y yo mismo con éste blog y otro más somos de momento los que vamos llenando de contenido éste libro imaginario. Confío en que nuestras fantasías (o alguna de ellas) os atrapen y conduzcan a lugares, situaciones, tiempos, cuentos, leyenda, historias…que si existieron o no, puedan habitar un tiempo en vuestros ensueños y quien sabe de vivir en alguno de vuestros profundos sueños.
Así que si una noche al cerrar los ojos, ya casi dormidos sentís que una brisa impregnada de salitre se os pega en la nuca y oís el rasgar de una pluma en un papel apergaminado sobre una vieja mesa de madera vieja a la luz de una vela sobre la arena de una isla desierta, o a bordo de un viejo barco bajo el sonido del viento mientras recorre sus velas, o al abrigo de una cueva que os ofrece su protección de un huracán salvaje, o sobre el hielo azul y blanco de lo más al norte del norte, camino del fuego en el hogar que ilumina en la noche las ventanas de una choza habitada por una mujer con adornos de huesos de reno en su pelo, o en la sabana africana exhaustos después de conseguir huir de los maleficios de un hechicero indignado, o recopilando los relatos de una tribu mongola escritos a lomos de un pequeño caballo, mientras deambulan por sus inacabables estepas, o bajo el haz de luz de un antiguo faro del que queda aún y sólo, el recorrer infinito de su antorcha que da luz a vuestros tatuajes que al dormir os brotan mientras desembarcáis en una pequeña isla de plateada orilla, o la historia de aquel catalejo dorado y labrado que enfrentó a dos almas puras y fue encontrado en las entrañas de una ballena blanca, o la de aquel guerrero que se volvía albino a placer antes de las batallas para que la sangre de sus heridas hiciese confiarse a sus enemigos y embelleciese con su intenso rojo su piel y el campo de batalla, o el dibujante que hacía magia con sus obras, o aquella niña oscura hallada en la arena de la playa y desaparecida después entre sus olas, o…
Si al ir a dormir, al agarrar la manta la notáis algo húmeda y veis que está blancuzca como de salitre, que sepáis que durante esa noche os sucederán cosas que si bien al día siguiente no consigáis recordar, por unas horas hechos insólitos están a punto de invadiros y vosotros estaréis implicados en ellos. Eso os pasará por haber leído el libro que hace muchas mareas escribió Sándor, una vez que separéis sus tapas, vuestras dormidas pueden quedar atrapadas por él, estáis avisados.
Para saber del origen de este libro, tendréis que rebuscar entre los tripulantes del Maribeltz. Entre ellos encontrareis referencias de Sándor. El no pisó nunca su cubierta, pero su nombre estuvo en boca de todos y formó parte importante de su historia. Aún no está retratado pero lo estará al igual que su amada Marama.
Antes de conocerlo sabréis de su obra por éste su libro, pero por aquí los tiempos son anárquicos y no les gusta el orden. Habrá que esperar un tiempo para conocer sus facciones y las de Marama, pero llegarán, ¡claro!
Os dejo con el libro.
P.D. Aunque el libro fue conocido como "El libro de Sándor" él lo llamó de otra manera: "El libro del mar", pero dada su marcada personalidad y siendo famosas sus navegaciones y andanzas, y por supuesto sus relatos, por mucha gente, acabó siendo llamado por su nombre.





En su primera página figuraba la siguiente leyenda:
A TENGER KÖNYVE.
ITT NYUGSZIK SANDOR MESÉJE, ÉS A CSODÁLATOS TÉNYEK AMIK VELE TÖRTÉNTEK.
(El libro del mar
Aquí descansa la historia de Sándor, y los fantásticos hechos que le acaecieron, y le acaecerán.)



MAKA

(De los relatos de Marama)


La encontraron en la playa, tumbada en la arena, sin sentido. Era apenas una niña de trece o catorce años. Su cabello negro, muy largo, cubierto de arena y algas cubría su cara. Cuando lo apartaron pudieron ver sus rasgos infantiles y bellos dibujados en un rostro pálido y sin expresión. Todavía respiraba, aunque con dificultad, así que decidieron llevarla ante Paikea, la anciana sabia.
Pai estuvo mucho rato a solas con la muchacha dentro de su choza. Cuando al fin salió de ella era de noche. Las antorchas iluminaban todo el poblado y todos se encontraban comiendo el hangi. La mujer se dirigió al centro del círculo formado por los comensales y pidió atención alzando una mano. Era una anciana de cabellos blancos y aspecto imponente, a la que todos respetaban por su edad y su sabiduría. Su cuerpo redondeado, denotando la prosperidad en que había vivido siempre, estaba cubierto por un vestido muy hermoso: una blusa de tirantes finos y estampada con unos diseños geométricos de varios colores y una falda, ceñida a la cintura y larga hasta las rodillas, que repetía el dibujo de la blusa. Cuando se hizo el silencio pronunció una sola palabra antes de volver a introducirse en su hogar: “vivirá”, dijo y dió media vuelta, volviendo sobre sus pasos.
A la mañana siguiente Pai mandó aviso a todo el pueblo para que se reuniesen todos en la marae al caer la noche. Cuando llegaron la anciana estaba allí ya acompañada por la desconocida. Paikea había cubierto su vestido con la túnica de las ceremonias por lo que todos supieron que iba  hacerse la  presentacion oficial de la muchacha, a la que seguiría la toma de decisión sobre su futuro. Tomaron asiento en el suelo del marae, frente al de Pai y guardaron silencio. La pequeña avanzó unos pasos y comenzó a hablar: “Ko Maka toku ingoa. Mi nombre es Maka. Hace tres días tenía padre, madre y hermanos. Hoy no tengo nada. Mi casa, mi whanau, mi inwi han sido destruidos por la furia de Papatuanuki, que aún no ha perdonado a sus hijos el haberla separado de su esposo Ranginui. Su ira era tan grande que comenzó a temblar y romperse. El terror nos hizo correr, pero no sirvió de nada: unos fueron aplastados por las piedras que caían desde Te Mata; otros desaparecían al caer en las grietas que surgieron sobre el cuerpo de Papa. Yo corría tras de mi padre hasta que él también cayó. El pánico se apoderó de mí y seguí corriendo hasta llegar al mar. Pensé que él me protegería de la furia de la tierra, así que tomé una canoa y me adentré en el océano. Apenas había tomado el remo en mis manos cuando el agua comenzó a huir a mis pies y me encontré sobre la tierra húmeda, llena de peces que boqueaban buscando aire. Alcé los ojos tratando de encontrar una explicación y lo que vi heló mi sangre. Ante mis ojos se elevaba una muralla azul y blanca que se movía en mi dirección. No sabía qué hacer, así que me apreté contra el fondo de la canoa y pedi protección a los dioses. En ese momento cayó desde el cielo un reiputa y supe que los dioses habían escuchado. Agarré fuertemente el talismán y cerré los ojos en el momento en que sentí el agua caer de regreso a su lecho y tomar mi embarcación en sus lomos. Empezamos a correr hacia la tierra. Lo que fue mi hogar quedó cubierto de agua. Desaparecieron los árboles, las casas, los animales. La ira de Papa se volvió en su contra y, una vez más, sus hijos ganaron la batalla. No recuerdo mucho más, salvo que el sol brillaba intensamente y yo sentía cada vez más sed. Luego perdí el conocimiento y cuando desperté estaba con vosotros.” Guardó silencio, sin añadir nada más. No dió las gracias a sus salvadores ni pidió cobijo entre ellos. Expuso lo ocurrido con tranquilidad, aceptándolo y con la misma calma recibía lo que el destino le tuviera preparado. Pai se acercó a Maka, le tomó la mano y la llevó ante Toarangatira y dijo: “la gran ballena blanca ha salvado su vida. Debe tener sus razones.” El jefe asintió y dió su permiso para que permaneciera en la tribu.
Todos aceptaron su presencia con rapidez. Veían a la niña como una verdadera tuawahine, la heroina de una historia, que supera todas las dificultades y logra la victoria sobre la adversidad.  Su belleza era admirada por todos. El cabello largo, rizado, de un negro intenso y brillante; los ojos grandes oscuros, de mirada triste, llena de añoranza; los labios carnosos y, sobre todo la piel, oscura y suave, robaban todas las miradas de los más jóvenes y el corazón de los más ancianos.
Desde aquella noche en la marae no volvió a hablar de lo ocurrido en su isla. En realidad apenas hablaba. A las preguntas contestaba con pocas palabras, a veces incluso con monosílabos y ella no iniciaba nunca una conversación.  Maka se sonvirtió en hija de la iwi, pero ella no participaba en la vida comunal, a menos que Pai se lo pidiese. Sentía que estaba viviendo una vida que no le pertenecía y, por lo tanto, tampoco la disfrutaba. A requerimiento de la anciana sobre el porqué de su conducta contestó que ella debía haber muerto junto a sus gente y, por ello, vivía un tiempo extra que no era suyo, que solo el deseo de algún díos hacía que continuase con vida. No era feliz ni desgraciada; simplemente esperaba a que el dios diese a conocer su deseo.
El dios apareció una noche. Estaban todos reunidos celebrando una fiesta. Unos preparaban hangui para la cena comunitaria, mientras un grupo de jóvenes guerreros realizaban una haka acompañados por las voces de algunas mujeres jóvenes que cantaban para ellos. Los niños correteaban riendo entre los grupos de adultos y todo alrededor se iluminaba con la luz de las antorchas. De pronto se escuchó un bramido procedente de la montaña que les hizo callar de repente y mirar hacia lo alto, espantados y expectantes. Los árboles se movían, apartándose y abriendo camino para alguien que caminaba hacia el pueblo. Pai pidió que nadie se moviera de donde estaba y, acompañada de Maka se dirigió hasta el final del círculo de luz de las linternas. El movimiento de los árboles cesó en el momento en que las dos mujeres llegaron ante ellos.
Después de unos minutos, se reanudó, esta vez volviendo las plantas a su posición habitual, mientras la niña y la anciana regresaban. Sus rostros estaban serios cuando llegaron frente al resto y Pai tomo la palabra: “Ku hoa, mis amigos, Tane, dios del bosque, ha salido de su casa para avisarnos. Ha decidido buscar esposa para su hermano Tangaroa, el dios del mar. La escogió hace tiempo y envió al propio Tanga a buscarla,  pero ella escapó asustada por la magnificencia de su poder. La buscaron por todas partes y por fin la han encontrado. Tane-mahuta nos advierte de que entreguemos a la prometida del mar o, de lo contrario, la montaña volverá a gritar y se abrirá dejando caer sobre nosotros la piedra líquida y caliente que esconde en su vientre. La elegida es Maka.” Pronunció las últimas palabras con tanto dolor que cada una de ellas le provocó una nueva arruga en su rostro antiguo y bello. Sabía lo que debían hacer, y ese conocimiento puso una inmensa tristeza en su corazón y muchas lágrimas en sus ojos. El pueblo permanecía silencioso y pensativo. No se puede luchar contra los dioses, pero entregar a la querida niña les parecía imposible ¿cómo separarse de su tuawahine, tan amada por todos?
Un grito de Pai rasgó la noche. La anciana miraba hacia la playa en la que ya se encontraba Maka. La joven miró hacia ella y, por primera vez desde su llegada, le dedicó una sonrisa amplia y una mirada brillante y feliz. Alzó su mano, en la que llevaba el reiputa que el mar le regalo y lo mostró al pueblo, diciendo: ”Ku hoa, no tengais miedo. Yo no sabía y ahora sé. Este amuleto es un regalo de mi esposo para sellar nuestro compromiso. Ahora puedo lucirlo sin que ninguna sombra caiga sobre mi corazón. Voy al encuentro de mi prometido. Él cuidará de mí. Y vosotros, que habeis sido mi iwi y mi whanau cuando perdí a los anteriores, sereis siempre bendecidos por Tanga y por mí. En vuestras redes nunca faltarán los peces y ningún miembro de este hapu tendrá que temer nada del mar, porque sois mis protegidos. Kia ora.”
Cuando acabó de hablar se colocó el talismán rodeando su cuello, miró al pueblo una vez más y, siempre sonriendo, envió un beso a Pai y se adentró en el mar. Una gran ola cubrió su cuerpo y desapareció con él, quedando luego el agua en calma.
La primera en moverse fue Pai, que se acercó a la orilla seguida al momento por el resto. No dijo nada. Solo tomó la flor que decoraba sus cabellos y la lanzó al mar. En ese momento, al tiempo que  unas muchachas cantaban una canción de bodas, los jóvenes volvieron a interpretar su haka, y todos los demás, siguiendo el ejemplo de la anciana echaban flores al mar, como regalo de boda para Tanga, el dios del mar, y Maka, la tuawahine.

(Escrito por Amparo Kreysa)





EL HOMBRE QUE HACIA MAGIA DIBUJANDO
(De los relatos de MARAMA)


Marama, sentada en su silla de mimbre trenzado, giró la cabeza observando a su alrededor, como pidiendo silencio con la mirada. Cuando todos callaron, comenzó a relatar…
“Hace ya mucho tiempo, hubo un naufragio cerca de nuestras playas en el que murieron casi todos los tripulantes del barco. Tangaroa, el dios del mar, tuvo a bien salvar la vida de uno de los hombres que viajaban en aquella nave y, tras permitirle abrazarse a un trozo de mástil, le empujó para que llegase a nuestras costas.
En cuanto recobró la salud comenzó a pasear por la aldea, la playa y el bosque, observándolo todo, objetos y personas, con curiosidad. Muy pronto descubrimos el porqué: aquel hombre, utilizando un trozo de madera quemada, reproducía lo que veía mediante dibujos. Sus manos se movían ágiles sobre los trozos de tela que utilizaba para plasmar lo que sus ojos percibían.
Gracias a sus dibujos comenzó a hacerse entender por las gentes del hapu y pronto aprendió nuestra lengua. Había nacido en una tierra muy lejana. Su aspecto denotaba esa procedencia ajena a nuestra isla: la piel blanca y los ojos azules hablaban de una tierra de inviernos fríos. Se llamaba Melik, un nombre extraño que, a diferencia de los nuestros, no tenía ningún significado especial. Él decía que así eran los nombres de su país.
Cuando Melik sentía nostalgia de su patria tomaba su trozo de madera, quemaba la punta y dibujaba paisajes que ya solo podía ver en su corazón. Estos esbozos tenían la particularidad de borrarse solos, al tiempo que la imagen real iba desapareciendo del corazón del artista. Y es que Melik hacía magia con sus cuadros. Si representaba a los hombres volviendo de la pesca con las barcas llenas, así ocurría en verdad; si realizaba un retrato de una joven besando a un muchacho, ambos se enamoraban y acababan uniéndose.
Un día se le ocurrió que había demasiados naufragios en los acantilados del norte y pensó que allí hacía falta un faro que guiase a los navegantes, pero puesto que no sabía cómo hacerlo real, realizó un boceto para mostrarlo a los ancianos y pedirles consejo.
Al término de su trabajo ya era de noche. El hapu se preparaba para la fiesta nocturna en el momento en que Melik salía en busca de los ancianos. Al llegar a la puerta del marae, detuvo la marcha y alzó su mirada hacia los acantilados: le había parecido ver un reflejo blanco amarillento en el cielo. Efectivamente, allí estaba la luz de nuevo. El faro se alzaba majestuoso señalando a los barcos los peligros de aquella costa.
Lo extraordinario del faro, más aún que el modo en que apareció, era el increible parecido que tenía con Melik. Este solía usar una túnica larga hecha de retales de diferentes colores y estampados y se tocaba con un fez turco, del color de la grana. Su cuerpo, cubierto con esas prendas, mostraba la forma cónica de la torre de luz y sus ojos azules, brillando bajo el fez recordaban a la salvadora luminaria.
El faro regalaba su luz a los barcos que navegaban aquel mar, fueran de buenas o de malas intenciones, así que, como suele suceder con todas las cosas de este mundo, hacía el bien y el mal al mismo tiempo. Fue una gran ayuda para la navegación de los navíos que, cargados de mercancías o pasajeros, se acercaban a la isla, pero también para los piratas que la saqueaban y los traficantes de esclavos que hacían incursiones periódicas en la zona para hacerse con seres humanos a los que vendían después en países lejanos.
Los ancianos consolaban a Melik explicándole que la vida se compone de cosas buenas y malas, que todas son importantes y que se debían vivir,  porque así está escrita la historia del mundo. Él dibujante no entendía estas razones y se entristecía cuando un barco negrero se libraba de chocar contra las peñas y hundirse. Varias veces quiso apagar la luz del faro, pero era una atalaya mágica, sin puertas y con unas paredes lisas y brillantes como cristales por las que era imposible trepar.
Un día en que paseaba a la orilla del mar pensando en cómo apagar el faro, su túnica se enredó en las ramas de un pequeño pohutukawa, el árbol más frecuente en los bosques de la isla, desgarrándose. En ese momento se escuchó un rugido proveniente de los acantilados y Melik, alzando la cabeza, vió como una parte del faro se separaba del resto, cayendo al mar. Volvió a su marae y tomando un cuchillo afilado, arrancó otro trozo de la túnica. De nuevo el sonido de la piedra, seguido de algo que sonaba como a cristales rotos, llenó el aire. La gente del hapu comenzó a asomarse mirando ya al faro, ya al dibujante. Al comprender lo que estaba sucediendo los ancianos trataron de contenerle, pero Melik estaba decidido a deshacer lo que él consideraba su peor obra y continuó rasgando la túnica, despedazándola enfebrecido y provocando la destrucción de la atalaya del acantilado.
Cuando terminó todo quedaban a sus pies unos retales informes y, sobre la roca del norte unas pocas piedras sin brillo ni luz.




Melik alzó los ojos hacia los hombres que les contemplaban y todos pudieron ver que el azul se había vuelto mate. Habían perdido el brillo que destelleaba iluminando su cara cuando hablaba.
Melik siguió dibujando y haciendo magia con sus trazos, pero nunca más volvió a recuperar la luz de su mirada, como si se hubiese apagado al mismo tiempo que las lámparas del faro.
Si alguien abriera su arcón podría encontrar allí, entre las pertenencias del artista, unos trozos de papel manchados de ceniza. Si ese alguien juntara los pedazos en el orden correcto, descubriría que esas manchas formaban una ilustración. La imagen deshecha de un imponente faro lanzando su luz al mar para ayudar en la navegación a los barcos que se aproximen a él.”
(Escrito por Amparo Kreysa)





FARO
 De los relatos de SANDOR

La luz de su altanera torre contenía el secreto de las palabras no contadas y, al reflejarse en los ojos de los temerosos vigías, abría en sus pechos un torrente de historias ocurridas durante el viaje que se desgranaban sobre las tablas podridas de los barcos. La promesa de la jugosa tierra asomaba por las rendijas de cubierta y florecía, en carnosas guirnaldas de esterlicias, sobre los labios de los marineros; al contacto con las gotas minúsculas suspendidas en la densa niebla, se deshojaba, como una mujer en su primer lecho, sobre la bravura de las aguas.Permaneció en la niebla durante la luna del deshielo y atrajo, con su destello único y vibrante, a los barcos que regresaban de la tierra abrasada. Nadie pudo medir la envergadura de su construcción, ni conocer las manos que avivaban el eterno fuego de su almena cristalina. Pero era el punto en la ceguera donde los corazones descansaban; donde terminaban los suspiros y la monotonía del mar desdibujado; donde acababan los días grises sin horas cuyo único diapasón era el bramido de la mar oscura.
Cuando los marineros pisaban al fin la negra arena, volvían las cansadas cabezas hacia la roca intuida buscando la salvadora luz. Pero la niebla ya era un tapiz cuajado de brillantes anillos; Faro, simplemente, había desaparecido.




Las historias llegaban a las brillantes orillas en un baile de pétalos de hematites que reflejaban, con dulce sorpresa, los primeros rayos de luna. Se enredaban en los frágiles tobillos de los tatuados que se sentaban bajo los primeros árboles de copas ovales, cuya savia ambarina goteaba sobre sus cabezas, y comenzaban a tejer el Libro del Camino de Vuelta. No se agotaban sus gargantas, ni se entumecían sus dedos, ni siquiera cerraban los párpados para buscar un recuerdo olvidado o un descanso.
Cada uno de ellos, con la luz de Faro ardiendo en el centro de su ser, desgranaba en las livianas páginas los signos grabados en su piel: arabescos robados a los fragantes labios de las fulgentes sirenas azules; antiquísimos roleos que sostuvieron, quizás, el frontón orgulloso de un templo perdido; estilizadas palmetas bajo cuya sombra azulada las bayaderas tomaban la carnosa fruta del Yggdrasil; encaje de finísimos huesos, o alas tal vez, que, cubriendo la curtida espalda, protegía del embate nocturno que robaba hombres de las cubiertas. Cada línea significaba; cada elemento componía una parte imprescindible del tapiz cutáneo, del mapa que conformaban sus cuerpos hollados por el eterno viaje.
El Libro crecía en el silencio de la playa y, cuando los tatuados debían abandonar las arenas de obsidiana, se diluía en la frescura de las copas ovales. El Libro del Camino de Vuelta esperaba la siguiente luna, cuando los barcos mordían la afilada espuma de las olas, para recibir nuevas historias grabadas en la espesura del tiempo.
Faro, perpetuo en su húmeda soledad, orgulloso en su iluminada cabellera, esperaba también la angustia de la olorosa madera, el sudor templado de los cuerpos oscuros, la inevitable lucha contra el tiempo. Siempre alerta en el no mundo, extendiendo su delicada luz sobre la asustada mirada de los peces del miedo.
 (Escrito por Soledad Sánchez Mulas)




EL VIGÍA Y SU CIEMPIÉSA.
(De los relatos de Sándor)
Pareciera que de aquella boca siempre requemada no pudieran salir casi palabras, pero nada más lejos de la realidad.
Lo conocí como huido, pero nadie lo perseguía. Incluso al capitán de su barco le agradó que desertase a pesar de ser el mejor vigía que nunca estuvo a su mando. ¿A su mando he dicho? Cualquiera hacía obedecer a aquel grandullón, imposible. Si vigilaba, era por el placer de estar en lo alto contemplando el horizonte.
De no pocos aprietos los había sacado. Era increíble su pericia para detectar amenazas en cualquier condición. Lo mismo con cielo anochecido que entre tormentas o pegajosas nieblas no había para él mal acecho que se le escurriese. Eso lo hacía con fantástica eficiencia pero en lo demás…
Ya tenía conocimiento de su existencia, era una de aquellas leyendas que hasta que no son personalmente comprobadas es imposible dar crédito. Y en aquel barco que me transportaría a mi destino lo pude comprobar, el último vigía pocos días antes de arribar a puerto cayó en un brusco bandeo, de cabeza por cierto, y prácticamente quedó clavado en cubierta. No abundaban por allí capaces oteadores y menos con el gusto de ocupar el carajo como lo tenía Monkey.
Directamente lo secuestraron, la necesidad era apremiante así que entre varios marineros lo aporrearon y transportaron a bordo, ya que no quería ingresar en un barco que transportaba mercancías, como aquel. Estaba harto decía, de mierdosos comerciantes y buscaba otro tipo de embarcación. Años después me lo volví a encontrar y me contó que estuvo en un bergantín pirata hasta que perdió su ciempiésa (era una hembra afirmaba) y ahí dio fin a sus días de navegación.
Lo encontré en compañía de una hermosa mujer y hacían una pareja curiosa, el tan grande y bien entrado en carnes, ella tan dulce, delicada como una bailarina y con una manera de hablar tanto placentera como menguada, de la que salían sedosas las palabras prendando al instante a quien tuviese la suerte de escucharla, porque Monkey siempre tenía algo que decir y no por lo bajini precisamente.
Nada más comenzar la ruta en aquel bajel de mercaderías lo liberaron y conminaron a ocupar su puesto en el mayor de los palos. Antes de que terminasen de comunicárselo ya estaba camino de lo más alto jurando y arrollando a quién se le ponía por delante. A cada insulto que se le botaba por su actitud, contestaba con una sonora ventosidad y una sarta de improperios. Al emprender la siempre complicada tarea de subir a la cofa de la mayor, parecía que sería imposible que lo consiguiese. Atrajo la atención general desde el primer momento y todos cesaron sus tareas para ver trepar por la escala de gato a aquel gigantón, mientras juraba y perjuraba prometiendo las mayores atrocidades a quien osase acercársele.
Al día siguiente un pequeño cubículo apareció construido en lo alto del mástil (por la noche estuvo ciertamente activo) y dentro el vozarrón de Monkey atronaba una horrible canción que sacó a toda la tripulación de sus sueños, aquello asemejaba un campanario. Se encontraba ahora contento, estaba bien dispuesto en su lugar y solo en muy contadas ocasiones descendería a cubierta. Normalmente en busca de su mascota, la ciempiésa  a la que profesaba todo el cariño del que era capaz y que sorpresivamente era considerable.
Vi que leía a menudo. No sé de donde habría sacado los libros o si bien repasaba una vez y otra el mismo, cosa que sospeché. Y así fue, como me enteré a los pocos días. Yo leía de continuo y además iba escribiendo los aconteceres de mis peripecias. Con buen tiempo lo hacía en un rincón poco transitado, a la vista de Monkey. El prácticamente no bajaba más que en busca de su ciempiésa cuando se le escapaba. Incluso el rancho, agua y licores se lo izaban en un balde atado a un cordel. En cuanto a la evacuación de sus necesidades, resulta fácil de imaginar…tan menuda cuestión, por supuesto que no era motivo suficiente para hacerlo descender.
Durante los temporales había que verlo atado al mástil, aullando, cantando y despotricando contra todo y todos. Cuando un relámpago se aparecía cercano no le causaba ningún temor, es más, se bajaba la ropa enseñando su enorme trasero y disparando ventosidades (que se escuchaban desde cubierta a pesar de los bramidos del temporal) en dirección de la centella, con una mueca de desprecio retadora y burlona mientras señalaba con un dedo sus nalgas conminando ¡AQUI, AQUÍ!
Navegando me encontré con gentes muy llamativas, pero pocas como Monkey.
Como decía nos observábamos a menudo y resultó que un mediodía en el que a causa del calor y la calma chicha, toda la tripulación dormitaba en las pocas sombras o bajo cubierta, se me apareció al lado mientras estaba escribiendo precisamente sobre su persona. Me dio un buen susto, pero su actitud no era amenazante sino todo lo contrario. Me dijo que lo que yo anotaba en mi libro era de su agrado. Me confesó que solía espiarme y como, desde el interior de su pequeña morada leía mis libros cuando me encontraba de espaldas a él, gracias a la lente de su catalejo. Me pidió que se los prestase y le dije que me lo pensaría.
Concluí que aquella era una buena ocasión para obligarle a salir de su retiro y hacerme con su amistad. Por otra parte podría acabar con el bombardeo de sus residuos. Si, era una inmejorable ocasión para sacar buenos dividendos y le propuse al día siguiente a gritos que bajase para hacerle una propuesta.
El trato propuesto por mí fue el siguiente:
-Le dejaría leer mis libros y no nos limitaría a la lectura, sino que además comentaríamos los textos y otras cuestiones que pudieran surgir.
-El aprovecharía estos momentos para evacuar sus necesidades por la borda civilizadamente.
-Me dejaría visitarle en su residencia cuando hubiese bonanza, ya nos apañaríamos los dos sentados en aquel pequeño lugar.
-No se pasaría el día increpando a la tripulación, ni cuando despertase de buen humor atronarnos con sus canciones.
Me contestó que a su vez él se lo pensaría.
Su contrapropuesta fue la siguiente:

-Lo de los cantos al alba podría pasar, pero el resto del día lo haría a su antojo.
-El seguiría increpando cuando le viniera en gana a aquella cuadrilla de zoquetes, melones, bastardos, zopencos, mastuerzos, tarados, gañanes, cenutrios, sinsorgos, besugos, memos, capirotes, zotes, tarugos, pagarrones, comemierdas, gilipuertas, cayoculos, cagaclavos, mendrugos, gonorreicos, desorejados…como no callaba asentí. Era mi primera concesión.
-Yo podría preguntar lo que quisiese, pero el contestaría lo que le viniese en gana, aunque no tuviese que ver con nada de lo que en ese momento estuviésemos hablando.
-Accedió a evacuar por la borda. El mayor de mis deseos así se cumplía y al enterarse la tripulación, me vitoreó por ello.
-Comentaríamos sí, pero él era descarnado, agudo y mordaz. Yo debería aguantarlo todo o me echaría por la borda. Accedí a hacerlo, pero siempre que lo hiciese en voz humana, sin gritos y asimismo soportar mis contestaciones. No sabía que yo era magiar y de sangre gitana, ¡las tendríamos bravas!
En cuanto a que yo pudiese visitarle en la cofia, no puso más que una pega, yo sería el único que me acercase por aquel lar. Si alguno de aquellos mequetrefes osaba acercarse por allí, dijo mirando a la tripulación, no importaba que fuese grumete o almirante que cargaría con toda su furia contra él y si alguien tenía alguna pega lo dijese en aquel instante…se oyeron solo las moscas.
El trato quedó con un apretón de manos zanjado y así comenzó nuestra amistad.
Resultó ser en la cercanía culto y de buena ventura, pero así mismo socarrón, bronco, algo pernicioso y muy tocapelotas. Resaltaba en su carácter su aguda ironía. No dejaba títere con cabeza, siendo el mismo blanco de sus chanzas produciéndole enormes risotadas reírse de sí mismo y de todo quien se ofendía. Eso sí, lo hacía con gracia. Así lo fue entendiendo poco a poco la marinería y el mando, suavizándose poco a poco la relación. Bien es cierto que había que andarse con cuidado con él, cuando se enojaba era de torta fácil y pesada.
Pasamos muy buenos ratos en compañía, pero también discutimos en muchas ocasiones.
Tenía un ojo tapado, con su cuenca vacía. No me quiso decir que percance se lo produjo, pero noté que se descomponía al recordarlo. En el hueco, me produjo escalofríos saber que se refugiaba Loriena, su mascota. La ciempiésa era de tamaño considerable y pensé que sería insuficiente el espacio de la oquedad para ella, tendría que haber aumentado la plaza. Deduje que al hacerlo habría producido daños cerebrales sin reparo, de ahí originarían sus peculiares comportamientos en lo que no me extenderé más.
Podría estar páginas y páginas hablando de él, pero concluiré con algo que me aseguró verdadero, no sé si cierto o como consecuencia de los por mi supuestos daños cerebrales causados por Loriena.
Me contó al preguntarle donde y porqué se embarcó, lo siguiente:
Decía que el provenía de las orillas del mar con el azul más bello que pudiese existir. De pequeño (por entonces con ambos ojos) siempre fue muy afable. Acudía con regularidad a la iglesia como monaguillo, siendo bien apreciado por párroco y feligreses. Se encontraba feliz pero tenía una pena grande.
Le contaron como en Grippo, su padre desaparecido, la razón funcionaba con mucha holgura. No era mal hombre decían, y además tenía la particularidad de inventarse chifladuras y cuentos que hacían las delicias de niños y adultos.
Algo que Grippo contaba una y otra vez como cierto, era que una pequeña nube blanca se le aparecía mientras dormía induciéndole a perseguirla, cosa que sin más hacía. Decía que le llevaba siempre un poco más lejos, mostrándole paraísos e infiernos lejanos, donde habitaban gentes que después describía bellamente, emocionado. Incluso, al despertar, en ocasiones hablaba en lenguajes insólitos que con el paso de las horas olvidaba.
Todos los días pasaba algunas horas oteando el horizonte, donde éste se muestra más libre y certero, sobre aquella mar tan azul como lo eran sus ojos. Era extraño, que afirmaran sus conocidos, como de pequeño tenía los iris de otro color y que fueron cambiando al añil del que después gozaron, suponían de tanto ojear la lejanía).
Ya desde pequeño, a Grippo se le aparecía aquella pequeña nube y la detallaba de la siguiente manera:

“Es sana y rechoncha, se la ve joven y es pequeña. Viaja sola y sin prisa, totalmente despreocupada. De un espumoso blanco que contrasta con el azul del cielo. Desborda desde su menudencia arrojo y alegría, un día vendrá hasta aquí y me llevará con ella”
Monkey era el único que creía en que un día la nube arribaría y su padre los abandonaría.
Ninguno de los dos sabía la importancia que un día tendría aquella nube, en los acontecimientos que se desarrollarían en el destino que mucho más adelante, le depararían a Monkey y sus compañeros de aventuras a bordo de un bergantín pirata de nombre Maribeltz.
Y como no podía ser de otra forma un atardecer apareció a la vista de todo el pueblo.
Después de describirla Grippo durante tantos años una y otra vez, todo el mundo sabía con exactitud cómo era. No cabía duda, era ella y se atemorizaron.
De esta manera fue el acontecimiento:
Apareció al atardecer,
volaba bajo y parecía mirar hacia el suelo, como si hubiera algo que buscase.
Se detuvo sobre la arena de la playa.
Grippo al verla acudir se le acercó situándose a escasos metros de ella.
Se quedaron los dos mirándose, parecía que se comunicaban,
así estuvieron un buen rato, hasta que el Sol comenzó a acostarse,
sus últimos rayos iluminaron dos colinas prietas con forma de labios, pintándolas de carmín.
La pequeña nube con Grippo detrás, se dirigió hacia ellas.
Ya era casi de noche y nadie se atrevió a seguirlos.
Monkey quería prenderse de la de la mano de su padre y acompañarle, pero no lo dejaron, aquello era puro misterio y el enigma en la mayor de las gentes produce aprensiones.
Al amanecer, entre los labios de la colina, la nube todavía reposaba.
Monkey consiguió huir y corrió hacia ella, su padre sin duda se encontraría con ella. Corrió y corrió como nunca lo había hecho, su intención atraparse de la mano de su padre y acompañarle a donde fuese.
Pero cuando llegó…ya no estaban.
 Escrito por Mikel Barrero.


ISHTAR

(De los relatos de Sándor)


Era hipnótico contemplar como bailaba su espléndida melena al compás de los trancos del dromedario.
Ambas monturas caminaban en el mismo orden, y relajaba escuchar el crepitar de la arena al ser aplastada en cada pisada y el breve siseo posterior cuando corrían los granos por las pendientes de las dunas.
Íbamos dejando detrás un montículo dorado tras otro, trazando un rastro que se dirigía como imantado hacia nuestro destino; detrás, quedaba el dibujo de una interminable recta plagada de curvas.
El sol se encontraba en su cenit y la luz caía sin piedad arrojando todo su calor. Parecía que aquello iba a empezar a arder de un momento a otro, el infierno tenía que estar aquí debajo...

La grupa del dromedario de mi nueva guía llamada Ishtar se me antojaba que estuviera formada por dos espejos curvos que transformaban, para mi asombro, la luz dorada del Sol en brillos plateados.
Las aristas de plata de los repujados incrustados en los arreos de nuestros dos magníficos animales (ambos de pelaje claro con variadas manchas blancas y cada ojo distinto del otro) producían un sinfín de destellos que con la cadencia del movimiento componían una sinfonía de luces que se entrelazaban con las visiones que yo iba teniendo, trasladándome del mar seco por el que transitábamos, al ficticio que se me aparecía en mis ilusiones, confundiendo dunas con olas y chispazos de plata con salpicaduras de agua.
El tiempo transcurría lento y sólo ella impedía que se rindieran mis párpados. La contemplación de su pelo, el balanceo de sus hombros, su mano caída entreabierta a su costado sujetando por su muñeca la rienda que pendía de la brida de mi dromedario y sobre la silla yo, sobreviviendo paso a paso tras ella...

Para cuando conocí a Ishtar, mi anterior guía Sharad y yo llevábamos varias jornadas recorridas.
El día anterior al ocaso, después de circunvalar el pozo donde ambos guías habían convenido para relevarse, dimos con Ishtar y me dejó a su recaudo tras intercambiar entre ellos unas pocas palabras:
-Aquí lo tienes-  le dijo Sharad, no se encuentra nada bien. Este hombre se llama Sándor, es un viajero que escucha, cuenta y escribe historias, observa todo lo que sucede a su alrededor anotando lo que le interesa. También toca un violín canciones de muchos lugares y si da con una buena historia, atiende como lo hace un niño hambriento ante la promesa de sus dátiles preferidos. Se le despertó el interés por vuestro pueblo al querer conocer el origen de una ristra de caballitos de espuma que cobró en una timba y que compartió entre los presentes después de ganar la partida a un conocido jugador, habilísimo tramposo.
El perdedor, que algunos sabemos que además de jugador es bandido, apostó en su última jugada la ristra de caballitos que pensaba comerse junto con sus guardaespaldas cuando terminara de desplumar a nuestro viajero (eso pensaba él al comenzar la partida). Pero todo le fue mal y Sándor ganó también el último envite.
Con bastante probabilidad Sándor también hizo trampas y su astucia, observación y cálculo, fueron lo que desequilibraran hacia él la balanza.
En las partidas del desierto, la fortuna no suele tener tanta importancia como la capacidad de deducir la suerte del adversario por sus gestos y se admira a aquel que camufla mejor sus trampas. Hacerlas, supone un gran riesgo, para lo que hay que tener o mucha insensatez o arrojo, o buenos guardaespaldas ya que al que se le descubre se le castiga sin miramientos cebándose los perdedores en su persona con la total colaboración de los presentes.
Así se tuvo que largar humillado, con la bolsa vacía y además hambriento, rezongando con sus compinches al ser nosotros los observadores superiores en número y armas.
Yo entablé conversación con él y le comenté cómo el origen de los caballitos de espuma estaba en el corazón del "Mar de fuegos"; este nombre le causó curiosidad.
Sándor había observado cómo estos animales eran parecidos a otros menores conocidos por él, que habitaban en aguas marinas, lo cual le produjo intriga y me pidió conocer de dónde procedían, por lo que te mandé aviso y ahora aquí nos encontramos. 
Que el pozo donde decidimos reunirnos esté ocupado por bandidos ha hecho que esté ahora tan debilitado, se cumplen tres días desde que se nos terminó el agua y no ha soportado bien la sed, te será difícil hacerle llegar con vida.
La nueva guía tampoco tenía agua, no se había atrevido a llegar hasta el palmeral, haciendo caso a su intuición confirmada entonces, barruntando que aquellas personas que se encontraban en él no eran de fiar.
Antes de despedirse, apostilló algo que inquietó mucho a Ishtar: "Tienes que saber también que entre las siluetas de los ocupantes del oasis he reconocido la del jugador ofendido y el alfanje que maneja con tanta o mayor habilidad que las cartas".
Después quedé a su cargo...

Desde entonces habían pasado una noche, una mañana y ya nos encontrábamos al comienzo de la tarde con el sol ufano sobre nuestras cabezas.
Era demasiado tiempo para mí en aquella sartén de arena, se me rendían los párpados y noté como otra cabellera, esta de hebras de luz abrasadoras, se iban incrustando en mi interior por los poros de mi piel, resecando la humedad interior que encontraban a su paso desde el pellejo hasta los mismos huesos.
El estado en el que me encontraba, lo que mi retina contemplaba y la levedad de los sonidos que me llegaban, impedía que fuera consciente de la precariedad de mi salud; la muerte se me acercaba como una flecha que viajaba lenta, pero bien dirigida.
Cerré por fin los ojos y mientras luchaba por no perder el conocimiento, recordé el despuntar de ese mismo día. Reviví la contemplación de Ishtar saludando al Sol al rayar el horizonte, en un silencioso rito durante el cual desnuda sobre la arena y con los ojos cerrados, ejecutó unos ordenados movimientos de gran belleza con los que mostraba su respeto hacia el astro agradeciendo su llegada.
Al final del ritual, cuando el Sol naciente se mostraba completo, ella abrió los ojos y recordé cómo vinieron a mi boca unas palabras que pude pronunciar como si las leyera en el paño afogado de la alborada:
"Tras la inmensidad de la noche agujereada de estrellas,
al son de las primeras luces,
tus movimientos trenzados, los susurros y la danza de tu melena
saludan agradecidos al Sol que viene".
Antes de eso, sin darme cuenta, había sacado una pequeña botella con agua que tenía oculta y preparado una infusión amarga, que después supe que era la última esperanza de sobrevivir en el desierto al acabar con toda reserva de agua. Ellos bebían este brebaje y después se encomendaban al astro rey agradeciéndole su presencia durante los años vividos hasta llegados ese momento para a posterior confiarles, con aquel ritual, su existencia.
Después se acercó, me sonrió, me ayudó a subir a mi dromedario y comenzamos la marcha...

Ahora estaba atado a la silla, a escasos 3 metros de Ishtar. Me encontraba tranquilo flotando en una agonía de luz que bailaba entre aquellas dunas doradas. Lo único que pretendía ya era seguir observando hasta el final la armonía del contoneo de la madeja de su cabello que escuchaba susurrar en sintonía con el rumor de la arena al ser pisada.
En eso comencé a tener una visión en la que me encontré con un mar de fuego que lanzaba sus olas ardientes contra la borda del barco en el que navegaba.
Vislumbré varias mujeres con largas colas de fuego trepando por la duna convertida ahora en agua incendiada del color de la lava de los volcanes. Eran muy bellas, deduje que eran sirenas e intenté desamarrarme para que me llevaran con ellas.
Pensé que esta alucinación suponía el final de mi vida. Pero no, no era mi día, me quedaba mucho por vivir, aunque yo no lo sabía.  
En mis delirios sentí que una ya estaba junto a mi y palpaba la soga que me sujetaba al mástil del velero al que estaba amarrado. Con brevedad me desanudaría la soga y me llevaría con sus compañeras. Estaba ya deseando que acabara todo, que me arrastrara hacia aquel mar de llamas para que hicieran con mi cuerpo lo que quisieran ella y las otras sirenas que esperaban. Me extrañaba, eso sí, no oírlas cantar, así que empezarían a hacerlo de un momento a otro para festejar el festín que se darían conmigo.
Dicen que sus maravillosos cantos ocultan los gritos de dolor de los desdichados que caen en su poder, al desgarrar sus carnes al ser devorados. Decidí guardar algo de sorna para mi último momento y reprenderles por cantar con la boca llena.
Sin embargo, ocurrió que aquella sirena no era tal sino mi salvadora,
Ishtar, después de repasar las ataduras que me sujetaban a la silla, sujetó dos palos verticales que ayudaron a mantenerme erguido en los que a su vez colocó a modo de sombrilla una tela blanca para protegerme del sol.
El brebaje había hecho su efecto y concedido una tregua…

Me comunicó que me iba a narrar algo que quizá consiguiera interesarme lo suficiente como para resistir vivo y conseguir llegar a “El Laberinto”.
Y comenzó a relatarme esta historia:

Soy magana.
Nuestro antiguo reino hace mucho que desapareció después de ser arraso, pero unos pocos sobrevivieron.
Éramos conocidos por ser constructores de canales subterráneos por los que circulaba fresca el agua que se encuentra en determinados lugares bajo la arena.
Los pasadizos nos salvaron. Al ir ahondando, construyendo y explorando nuevos aportes de agua, se dieron cuenta que lo que ocultaba el desierto bajo su manta de arena, era un intrincado de pasadizos a los que se tenía acceso a través de una rara montaña blanca que se convirtió en nuestro hogar.
Los acueductos mayores están hondos y algunos son navegables. Bajo el desierto, si bien las aguas menos profundas son dulces, según van descendiendo por los canales se van convirtiendo en salobres y finalmente en agua marina real que después de recorrer muchísima distancia creemos llega al mar que huyó de este desierto, dejando tras de sí las arenas que estamos pisando.
Algunos de nosotros han realizado un viaje que no sabemos a dónde conduce y del que hasta ahora, nadie que permanezca vivo ha vuelto. Todos hicieron este trayecto cuando sintieron que los deseos de aventura superaron al del gozo que supone vivir aquí en mitad de la nada, bajo el canto al silencio de las estrellas.
Como habrás supuesto ya, la aventura consiste en embarcarse en el canal de mayor profundidad de agua salada.
Este conducto tiene ocasionalmente flujos y reflujos, y es entonces cuando aprovechando la huida del agua, quien lo desea se embarca en unas piraguas que nuestros carpinteros hacen siguiendo las indicaciones descritas en ciertas pinturas de las que te hablaré enseguida.
Estos ocasionales movimientos del agua, son debidos a grandes mareas que se producen en fechas concretas, allá donde se comunican estas aguas con algún océano lejano y cuando se retira el agua además del impulso que produce la corriente, se genera también una brisa por la que las piraguas tienen instalado un mástil con una pequeña vela que, si como creemos es posible llegar al mar, también servirá para poder navegar en el.
Hacerse con una buena madera para construir una embarcación no es sencillo aquí, en mitad del desierto, y conseguirla hace que tengamos que comerciar con el exterior con alguna mercancía que no promueva en exceso codicia, pero sí que sea deseable. Por esto ni portamos ni buscamos piedras preciosas, oro y otras cosas que pudieran ponernos en peligro, pero tenemos la mercancía ideal para poco a poco ir consiguiendo la madera  y otras cosas necesarias con las que construiremos nuestras embarcaciones. Esta mercancía no es otra que los "caballitos de espuma".
Amamos el desierto y la manera en la que vivimos, y tenemos bajo lo que llamamos "Monte Estrella", el comienzo del viaje bajo tierra hasta el mar siguiendo antiquísimas indicaciones de nuestros ancestros.

Bajo este solitario monte brillante se encuentra el Laberinto y lo componen construcciones humanas adaptadas a otras que no lo son, que forman las principales galerías comunicando las primeras honduras con las profundidades. Estas últimas fueron los conductos a las moradas de unas enormes serpientes conocidas como "Emperadoras". Ellas habitaban entonces estas arenas cuando eran el lecho marino del que se nombra en las pinturas como "Mar de fuegos" y están representadas con toda su belleza.
En las pinturas, se contemplan secuencias que representan como fueron tan fieras y salvajes como otros animales que se exponen en estas representaciones con los que lejanamente estuvieron emparentados, los "Dragones", con los que congeniaban...

Me costaba mucho creer lo que estaba escuchando y haciendo un esfuerzo con mi garganta seca intenté, sin conseguirlo, preguntar a Ishtar, antes de que continuara con su relato, si en las pinturas también había escrituras, pero  no conseguí hacerme entender.
Dentro de un tiempo vería que sí, que también se relataban, escuetamente, algunos hechos y explicaciones en una lengua que desconocía y que pude comprender en especial gracias a "Azur", madre de Ishtar.
Después Ishtar continuó:
La serie de pinturas en las que dragones y emperadoras están representados es de lo más bello que encontrarás y se ve que quien las coloreó se esmeró mucho para conseguir transmitir todo el poderío de ambas especies; su contemplación es realmente emocionante, en especial una escena de amor entre una hembra dragón y un macho de emperadora.
En ellas, que se conservan espléndidas, se ve como ambas bestias eran gigantes y de bellos colores.
Me intrigó por qué llamaron "Mar de fuegos" a las extintas aguas, e intenté preguntárselo, pero mi voz no salía, aunque lo procuré varias veces.
Entonces me di cuenta de que ya no navegaba entre las llamas, que seguía bien sujeto a la silla del dromedario y que ella había situado su cabalgadura junto a la mía sintiendo cómo mi cuerpo respondía con un gran esfuerzo a el alimento que estaba suponiendo para mí la historia que Ishtar me estaba contando y la vi sonreír aliviada por mi incipiente recuperación...





A cierta distancia de donde estábamos, se levantaba una gran tormenta de arena, pero afortunadamente no nos encontrábamos en su camino.
Ishtar me indicó que la dirección de la tormenta y la manera en la que se trasladaba no suponía una amenaza, pero que en el caso de que cambiara de dirección estuviera preparado para cenar hoy con mis dioses o mis diablos, dijo con sorna.
Seguimos en la misma dirección y realmente las formas que tomaban la corriente de arenas resultaba de una belleza difícil de describir. El cielo parecía que era pintado a grandes brochazos de viento, cambiando una y otra vez de tonalidades ocres, amarillos y otros tipos de colores arcillosos, pardos la mayoría de ellos e incluso verduzcos, como si las tonalidades azafranadas de las dunas se fundiesen con el azul del cielo.
Deduje que, aunque las arenas viajaran juntas por el cielo, mantenían un orden a modo de grandes franjas diferentes unas de otras, puede que por pertenecer a los diversos lugares que el viento recorría; en algunos momentos me recordaba a los dibujos que componen los grandes bandos de estorninos al danzar con escrupuloso orden en el cielo.
Para regocijo de Ishtar, yo me encontraba absolutamente fascinado.
Pero el espectáculo corrió hacia el horizonte por el que pareció despeñarse y apareció, poco a poco tras la nube de arena, "El Monte Estrella".
Con el abandono de la tormenta contemplé un monte no muy elevado de inusual aspecto que apareció como un fantasma brillante y supuso un fascinante final al festival de aire y arenas que acababa de contemplar. Imaginé que estaría compuesta por algún tipo de piedra cuarcífera o con mucho mármol. Su aspecto cristalino no parecía debido a que estuviera cubierta de nieve al no tener la suficiente altura, aunque al poco, empezamos a sentir una corriente que nos llegaba de aquella dirección, que era fresca y nos inició un alivio inmediato.
Esta cumbre estaba sola, nada más que ella allí, en mitad del desierto, era extraño...

Continuó Ishtar con su relato, en el que me describió con gradual aumento de pasión, las pinturas que relataban la historia de su pueblo en una cueva.
Tengo que decir que el interés que despertó en mí las descripciones de Ishtar realmente contribuyeron a cierta mejoría, por la que fui capaz de llegar a aquella montaña que me causaría con posterioridad una impresión impactante ya que jamás había conocido prominencia similar, ni lo que encontré bajo ella.
Os describiré con brevedad cómo era el "Monte Estrella", que contenía el Laberinto en su interior y que con posterioridad conocería:
Si bien una gran parte del anillo del perímetro era de roca compuesta de arena compactada que parecía estar fundida, en el interior del cráter se encontraba aislada la extraña elevación y sorprendentemente era una auténtica isla en la arena. Esta formación se encontraba muy quebrantada y en ella se veían abundantes gargantas, grietas y simas, como si se tratara de un enorme rompecabezas de rocas blancas, casi traslúcidas y de gran dureza.
En el derredor de este núcleo después del perímetro ya descrito, había mezclados con las primeras arenas una cantidad de rocas y cascotes, cada vez menores según se alejaban del centro, y todos ellos eran del mismo material que la montaña, es decir, fragmentos desprendidos.
La montaña, para mí sorpresa, parecía estar literalmente clavada en el desierto.
Me quedé un tiempo imaginando cómo se vería todo el conjunto a vista de águila y la visualicé como un inmenso proyectil caído desde el cielo.
Posteriormente, estando ya con los maganos, en el transcurso de una cena, Azur (madre de Ishtar) cantaría una canción de las más poéticas que en mi vida conocería, en la que narraba cómo una diminuta estrella cansada de flotar en el firmamento se dejó caer allí enamorada del mar que reflejaba su propia silueta, que con una larguísima cabellera rutilante iluminaba el cielo que recorría dejando a su paso un rastro de resplandor cristalino.
Tomé conciencia que al final Ishtar había conseguido su propósito de provocar en mí el interés necesario como para que el desierto no acabara conmigo y llegamos al atardecer a un canal que daba entrada a las montañas. Después de unos cuantos requiebros entre la primera formación rocosa que componía su anillo exterior, dimos con una poza entre unas palmeras donde nos bañamos y bebimos y comimos dátiles que Ishtar recogió después de trepar con agilidad a lo alto de las palmeras, mientras yo pescaba varios peces que cenamos en el frescor de la noche, al calor de una hoguera, con una luna delgada y bajo un cielo plagado de estrellas que se reflejaban en las paredes de la montaña resultando de un increíble efecto visual. Luego Ishtar continuó con su relato...

Antes de seguir contándote lo que he empezado, es hora de que sepas cual es la verdadera razón por la que hemos decidido traerte con nosotros. Mañana llegaremos al Laberinto y tendrás ocasión de ver algo que dada tu condición de sabio y descriptor lo más probable es que no lo olvides nunca.
Bajo el corazón del Monte Estrella, casi en el nivel interior donde el agua salada es la que domina, verás  las pinturas que describen el proceso por el cual aquí el mar se convirtió en desierto.
Se representa el origen de esta montaña y otros hechos sobre los que nuestras personas eruditas siempre han pedido opinión de su significado a otras como tú, que puedan confirmar o aportar otras interpretaciones...

Para entonces yo ya había recuperado la voz, pero todavía no había dicho ni una palabra. Todo lo que Ishtar me iba refiriendo me causaba asombro y ya estaba deseando ser conducido allí. Mi imaginación y curiosidad estaban disparadas y continuarían haciéndolo cuando durante esa noche ella me adelantara otras cosas que me encontraría.
A pesar de mi cansancio, mi cabeza no podía relajarse y estuve un buen tiempo más escuchando con total atención lo que Ishtar me iba narrando en aquella mágica noche.
Me habló de una larga ruta bajo tierra por la que se atravesaban aguas con islas habitadas, como si fueran oasis subterráneos, habitados por gentes afables. Me dijo cómo conseguían la luz necesaria, colocando en la proa de las embarcaciones una especie de antorcha duradera y resistente al agua, que se iluminaba al golpear entre sí unas vistosas vetas de un blanco rabioso que allí se encontraban, y que al hacerlo comenzaban a vibrar emitiendo una luz muy potente que ellos llamaban "luz de estrellas"
Me habló de las representaciones pictóricas de ingeniosos artilugios y herramientas con las que sus ancestros comunicaron unas galerías con otras para haciendo uso de ellas llegar la apreciada agua a la superficie y por otra parte acceder a los más profundos canales y de otros mecanismos a los que no le encontraban significado
De inmensas cavernas hechas hueco, supuestamente fundidas, según las pintura, a fogonazos por dragones.
De galerías por las que antiguamente se trasladaban las enormes serpientes que ya antes me dijo fueron conocidas como "Emperadoras" a una velocidad imposible por lo escurridizo de sus escamas y a la sempiterna humedad que impregnaba aquellos casi perfectos corredores tubulares.
Me contó cómo estaban representadas figuras humanas que montaban a dragones y emperadoras.
Me explicó como los maganos además de conducir el agua bajo la arena, también convirtieron en trampas mortales estos circuitos ahuyentando de tal manera a visitantes inoportunos y que ellos supieron alimentar la creencia de que era un lugar maldito donde quien se acercara desaparecía.
Ishtar era una buena narradora y estuve escuchándola todo el tiempo que pude hasta que mis párpados cayeron como mantas, no sin antes sentir como se acercaba y se acurrucaba junto a mí para protegernos así mejor del frío nocturno del desierto.
Pero aún y así ella siguió aludiendo a las pinturas llegando un momento en el que perdí la noción y caí en un profundo sueño...

Al día siguiente llegaríamos a nuestro destino y como ella me aseguró para mi asombro no me resultó fácil admitir lo que allí contemplaría.
Conocería a Azur y aquella mujer me prendó al contarme más cosas relacionadas con lo que ya me había adelantado su hija, Ishtar.
Mi espíritu zíngaro se excitó sobremanera al escuchar las bellas canciones: unas veces en compañía de su gente, otras con la voz añadida de Ishtar, casi siempre en compañía de un instrumento que ella manejaba con soltura llamado "cítar" (similar a mi violín y que casarían ambos con facilidad).
La sensación que tendría al escuchar como aquellas melodías se dispersaban por el desierto, constituyendo un diálogo fluido entre la música y el silencio de las arenas, que se me quedaría grabado y no volvería a sentir en ningún otro espacio.
Algunas de aquellas melodías me acompañarían para siempre y quedarían incluidas en mi repertorio.
En breve iba a quedar despejada una de las preguntas que me acosaban y que tanto en las inscripciones como la letra de una de las canciones de Azur, descifraban la curiosidad que me produjo el nombre de aquel desierto: "Mar de fuegos".
Vería una serie de pinturas representando el origen de aquella montaña blanca a resultas del impacto de un cuerpo celeste, que después de circunvalar durante muchos años el firmamento cayó rodeado de un fuego blanco que hizo huir las aguas y fundió en un gran derredor hasta la misma arena.
En ambas referían que al caer allí la supuesta pequeña estrella, fundió el derredor de donde quedó clavada, tardando muchos años tiempo en apagarse y ocasionando un singular volcán de fuego y lava.
Me imaginé cómo sería ese acontecer de que el fuego hiciera retroceder al mar en una titánica lucha durante muchos años y me pareció un nombre acertado: "Monte estrella"
Conocería también que el delirio que tuve cuando estuve a punto de morir sobre mi dromedario, en el que se me acosaban unas sirenas con pelo de fuego nadando sobre aguas de lava, era habitual entre los que se acercaban por allí y que hacía que aquel fuera un lugar maldito y evitado, ya que allí murieron muchas personas.
Sabría que por medio de esclusas y otros ingenios, ellos sabían trampear los canales convirtiéndolos en lugares mortales.
Tuve ocasión de comprobarlo cuando al amanecer siguiente tuvimos que salir en fuga al ser rastreados, encontrados y perseguidos por el jugador-bandido que dio origen a aquel encuentro.

Pero esa no sería la mayor aventura en aquel viaje.
Azur resultó ser una mujer de un interés enorme y con ella realizaría el gran viaje hacia el mar representado en las pinturas que un día huyó dejando tras de sí, aquellas cálidas arenas introduciéndonos en aquellas galerías, bajando por los toboganes adecuados...


Pero todas estas cosas vendrían a partir del siguiente día. Ahora, la Luna se encontraba encima del Monte Estrella y su luz competía con la de las estrellas.
A mi lado, Ishtar ya dormía y hebras de luz se escurrían por entre sus cabellos.
Un ligero golpe de brisa agitó su melena.
La noche me regalaba, antes de dormir, un sueño.
Cerré los ojos y empecé a escuchar el silencioso canto de las estrellas.

Escrito por Mikel Barrero.