miércoles, 25 de marzo de 2015

MIZAR Y DUA

EL MONJE

La misteriosa hermandad a la que perteneció, permaneció tenaz por mucho en el tiempo, pero llegó un momento en el que debido al excesivo poder y fortunas que reunieron, se les temió tanto que se decidió tenderles una emboscada que casi resultó perfecta y por la que se creyó haber acabado con todos sus miembros.
Pero algunos de aquellos monjes guerreros -los más astutos y bragados- consiguieron sortear la trampa junto con los que serían los últimos aprendices, prosiguiendo su quehacer como temidos asesinos y eficientes mercenarios, en lejanos lugares.
No conoció cosa alguna que no fuera como luchar, destruir, calcular sañas y crueldades...y lo hizo bien, ¡vaya que si!.


LOS AQWA

Hacía tiempo que unos belicosos frailes pusieron precio a la captura de un niño Aqwa vivo.
Cuando era posible hacerlo, estos niños se podían convertir en unos maravillosos guerreros. Sus capacidades eran extremas, y aunque su naturaleza no era guerrera, la desorientación que les sumía el encontrarse en un medio contrario, les hacía ser muy moldeables y con habilidad era posible asolarlos en un estado de confusión total del que daban buena cuenta los monjes convirtiéndolos en inmejorables siervos.
Era este el engaño que manejaban los frailes: la adoración a la naturaleza y el éxtasis que les producía sentirse parte activa de ella, para sustituirla por la idea de un Dios furioso, al que se le debía vasallaje por medio de la figura de sus pastores, los monjes.
Los Aqwa eran más admirados que temidos, la espiritualidad arraigaba en ellos y veneraban el entorno en el que habitaban, pero no interferían en la vida de los demás, ni se mostraban cercanos a otros de los muchos habitantes salpicaban aquella inmensa selva, que ellos denominaban como: "Corazón verde"
Era sorprendente su relación con una singular especie de caimanes de gran porte, con los que además de compartir pigmento convivían en total armonía; se les podía ver jugueteando con ellos y transitando por los ríos y marismas sobre sus lomos. Unos cuidaban de los otros y en caso de peligro, los mismos niños se introducían en las bocas de los saurios, encontrando entre las blancas crestas de sus colmillos, protección bien candada.
Pero tenían una gran amenaza en unas belicosas mujeres -las temibles amazonas- para las que capturar a alguno de ellos era un inmejorable botín para su orgullo.
Eran las piezas más codiciadas que demostraban su valor como cazadoras, y con el que podían sacar un buen rendimiento.
Las contadas veces que ellas conseguían dar con alguno de ellos, si era hembra, intentaban darle muerte ya que sentían mucha envidia de ellas. Las peleas eran muy feroces, siendo lo normal que varias amazonas murieran en el empeño y aún y todo eran escasísimas las capturas.
Con los varones el asunto era otro: las amazonas tanto los deseaban tanto como para servirse de ellos como obligados sementales en caso de ser adultos, como para obtener un gran lucro con su venta si fueran niños.
Los adultos no era posible utilizarlos para el comercio, pues si conseguían hacerse con alguno vivo  -cosa harto extraña- a las pocas semanas moría de pena por su libertad perdida.
Eso si, confeccionar una capa con el deslumbrante pellejo de un Aqwa, era de un valor incalculable, y producía un respeto inmenso hacia la persona que lo portara.
Pero cuando conseguían hacerse con un niño. Entonces, si era muy joven, podía sobrevivir al cautiverio...


LA PEQUEÑA AMAZONA

Para las amazonas era una provocación el que fondearan en aquel lugar.
Los asaltaron por la noche,
no querían molestas riquezas que no les servían para nada,
tampoco les interesaban aquellas armas, algunas tan extrañas.
En un santiamén acabaron con todos los que se pusieron por delante en cubierta.
Ya en el interior hicieron lo mismo con los pasajeros y por fin, dieron con la pequeña.
A Nan, le cautivó la chiquilla desde el principio. Esta intentó defenderse con una decisión impropia de una pequeña mimada y protegida, como correspondía a su origen que visiblemente se notaba aristocrático por lo lujoso de las prendas y riquezas que portaban.
Tiempo después Nan, mostraría una y otra vez con orgullo, la cicatriz que le quedó en el brazo después de la mordida que le propinó al tomarla en sus brazos; allí quedaron grabados unos a uno todos sus dientes.
Los pasajeros que además de la tripulación navegaban en aquella nave, de seguro eran de tierras lejanas. Todos ellos, de porte muy distintos a los suyos; altos, de rasgos angulosos, ojos profundos y oscuros, de ademanes elegantes, altivos, los cabellos mayormente ondulados o rizados...eran muy distintos a ellas.

La niña se fue adaptando a su nueva vida. Su instinto hizo su cometido y le hizo olvidar lo necesario para superar la situación y dejar grabado a fuego algunos pocos recuerdos para mantener la esencia de sus ancestros en ella bien dentro, a resguardo de todo, esperando.
El barco quedó abandonado a la deriva y se perdió en la enorme lámina del río.
A las amazonas les impresionaban los barcos, creían que las gentes que en contadas ocasiones aparecían por su río, eran pasajeros del tiempo y a aquellas enormes piraguas -con sus mástiles como árboles de ramas blancas- las respetaban y aunque secuestraran o acabaran con sus ocupantes, nunca las hundían.
Creían que tomando la dirección río abajo, llegaban a un gran remolino en un lejano lugar que no conocían más que de oídas, en el que eran atrapadas gentes de todas las procedencias y eras.
Les contaban que en aquel sitio todas las aguas dulces se convertían en saladas y que era infinitamente más grande que, juntos todos los ríos que existieran.
El remolino lo atrapaba todo, hasta el mismo tiempo que se detenía, y no sucedía otra cosa que estar siempre dando vueltas y más vueltas sin fin a una velocidad vertiginosa.
Pensaban que las naves eran samaritanas enviadas por un Dios extranjero que rescataban a los que podían liberándolas de su cautiverio, así que cuando alguna caía en sus manos, después de acabar o secuestrar a sus tripulantes la dejaban partir de nuevo después de limpiarla y repararla, río abajo de nuevo.
Las amazonas no eran samaritanas y allí no eran bien recibidos.


LA CAZA

Tres amazonas adultas y una niña caminan en total sigilo por la marisma, ni siquiera el fino oído de los caimanes las percatan. Un hedor de un aceite elaborado con excrementos animales las cubre por completo y se hallan perfectamente camufladas con pinturas adecuadas.
Llegadas a un lugar establecido de antemano, y antes de separarse cada una de ellas a donde les corresponde, llega una de las pocas situaciones en el que muestran la humanidad de la que como guerreras tan pocas veces hacen gala. La mayor de ellas -Nan- las arenga con unas pocas palabras. En especial se dirige a la discípula que ella misma secuestró no hacen dos años todavía del barco donde se encontraba, que tuvo la mala fortuna de fondear cerca de su territorio.
Para la pequeña, la corta vida que llevaba hasta entonces tomó un giro inesperado y absolutamente radical; pasó de tener un modo de vida pausado, como se correspondía a su ascendencia noble, a en el que ahora se encuentra.
Se encuentran ahora allí encaminándose cada una a su lugar, después de haberse despedido con la ternura de una caricia -sabiendo que era muy probable que no se vieran más con vida-, y con un choque de sus cabezas -mostrando de esta manera su determinación en el cometido hacia el que estaban comprometidas- ...
Nan -protectora de la pequeña amazona- llevaba varios años persiguiendo hacerse con el niño Awqa.
Reconoció a un bello macho como blanco de una anterior caza frustrada. En aquella ocasión Nan perdió en el lance a sus dos compañeras por la lucha que les enfrentó.
Pasado un tiempo nuevamente lo avistó junto a una bella esmeraldina preñada subida a lomos de un gran caimán, y comenzó a acecharlos con cautela.
Nan odiaba a aquel ser, ya que además de perder a sus amigas, sufrió el desprecio de el resto de la tribu, y fue castigada por comandar tal expedición fracasada; por ello, la obligaron a tirar su preciado arco al fuego, y a cortarse ella misma los dedos por los que erraron sus dardos. Era el castigo habitual por ser guía de una expedición sin el consenso de las jefas y encima fracasada.
Esta condena no impidió que retomara su actividad como guerrera, aunque le supuso un coste adicional al tener que cauterizarse el pecho que le quedaba.
Después de deshojar los tres dedos centrales de su mano diestra y repuesta de sus quemaduras, se puso a entrenar con un nuevo arco de manera inversa, y gracias a su natural empecinado y virtuoso, se convirtió -otra vez más- en una de las mejores arqueras.
Ya se encontraba pues en disposición de reponer el honor perdido, pero primero tendrían que ver como se presentaba la situación.
Si el padre las acompañaba, el éxito sería demasiado improbable y deberían esperar mejor otro momento en el que se encontrara ausente, no quería errar su cometido por un excesivo arrojo.
Ella era orgullosa y capaz y lo que menos le importaba era perder la vida en el envite, si a cambio recuperaba la honra perdida y demostraba a su ahijada como las gastaba una amazona de su alcurnia.
La pequeña aprendiza de amazona, sabría que el separarla de sus allegados iba a ser para vivir una existencia mucho más plena e intensa de lo que nunca podría haber imaginado, esa era la costumbre entre las amazonas cuando secuestraban a una pequeña, hacerse maestra de ella, y servirle de ejemplo vivo.
Ahora se encontraba en aquella ciénaga y lo que iba a contemplar jamás lo olvidaría.
Después de cavilar el mejor atino posible, trazaron el ataque;  ya la trampa urdida, solo quedaba esperar al momento preciso...

Los Aqwa sufrían una terrible transformación cuando sentían el acoso. Entonces su piel perdía el brillante verde claro para transformarse en ceniza, troncándose su temperamento sosegado y sonriente, hacia otro bravío como el más fiero de los jaguares.
Incluso sin ser ellos conscientes de un peligro cierto, la piel de los Aqwa transformaba sus preciadas tonalidades glaucas y ambarinas en un apagado ceniciento, dando aviso de esta manera de la proximidad del peligro no visto por ellos, pero si por su instinto protector...

El pequeño y su madre se encontraban en una pequeña isleta en mitad del pantano, sintiendo con profundo agrado como el baño de barro que habían tomado estaba haciendo su efecto, su compañero estaba sumergido por algún lugar cercano.
Mientras se encontraban ella en la orilla con los pies en el agua y, su hijo dormitando a escasos pasos sobre el lomo de su caimán favorito con un brazo bajo el agua.
Advirtió la madre, como un incipiente desasosiego empezaba a invadirle,
notó asimismo una comezón en su piel -bajo el barro- que le puso alerta,
miró hacia su vástago, que en ese momento sacaba el brazo del agua y se lo rascaba,
al escurrirse el barro con el agua, observó que no tenía su fresco color habitual y su piel se mostraba gris, oscura.
En ese mismo instante se dispuso a saltar a lomos del caimán para tomar a su hijo entre los brazos y
se incorporó con rapidez.
Vió como una flecha hacía blanco en uno de los ojos del caimán hundiéndose hasta perderse casi entera.
Al dar la primera zancada, y antes de incluso poder dar un grito de alarma, barruntó toda la trama en un instante,
Detrás de una segunda flecha que surcaba el aire hacia ella, contempló como aquella amazona esbozaba una sonrisa de triunfo, mientras temblaba su arco libre ya de tensión alguna.
Escuchó como como si fuera una expresión victoriosa -STUMP- al golpear e introducirse la flecha en mitad de su propio pecho hasta el mismo corazón, produciendo una pequeña nube de polvo de barro.
Otra amazona con una pequeña red en sus brazos, volaba cabeza abajo asida por las piernas a una liana, hacia el caimán -ya cadáver-
La madre gritó un aviso mientras daba unas pocas zancadas intentando entorpecer la maniobra de la amazona voladora, pero las piernas no le respondieron con la suficiente energía.
Con el pecho atravesado y palpitando la flecha al compás del corazón que se resistía a dejar de estremecerse, cayó sobre el barro mientras veía como su compañero emergía del agua -como si fuera un gran pez- volando hacia su cría.
Pero un instante antes la red se cerró con habilidad sobre el pequeño, y prosiguió su vuelo hacia la tercera amazona que esperaba en la copa de otro árbol y después de depositarlo en los brazos de la receptora, volvió para ayudar a su compañera.
La tercera amazona por medio de un ingenio fabricado con una fina liz, soltaría el nudo de la liana en la que le llegó el niño, evitando vía alguna de acercamiento a ellos, y de seguido proseguir la huida en otra liana que le transportaría hasta otro árbol en la que esperaba la pequeña aprendiz, que no olvidaría jamás lo que estaba presenciando.
Sin siquiera acercarse a la hembra herida de muerte, el Aqwa varón perseguía inútilmente la sombra en fuga, dando formidables saltos.
Intentó trepar a el árbol en el que se encontraba la tercera amazona, pero una flecha buscó y encontró uno de sus talones, y otra segunda le perforó con tiento una de sus muñecas,
Fueron la dos últimas que lanzaría Nan, sabedora que estaría muerta en unos instantes, al observar como la hembra Aqwa le arrojaba un canto rodado en un último intento de beneficiar a su compañero -una pedrada de cualquier Aqwa, era siempre de una potencia brutal y certera-
Ambas quedaron muertas, la una con su sonrisa de triunfo destrozada, la otra viendo las postreras palpitaciones de su poderoso corazón, reflejadas en el movimiento del penacho de la flecha.
Pero aún no estaba decidido que se consumase el secuestro. Si bien los dos certeros flechazos lo interrumpieron por el momento, el Aqwa ya se libraba de las flechas y las heridas no fueron suficientes para evitar que prosiguiera su persecución con grandes saltos por las copas de los árboles, -el poderío que contenía y su voluntad era inmenso-
También esto estaba previsto por Nan, y la segunda amazona se presentó prendida de su liana con su cuchillo, que hundió hasta la cacha en su espalda.
Después la tercera amazona se meció con el niño hasta la pequeña, que permanecía contemplándolo todo petrificada,
Sabía que si las cosas se complicaban demasiado -como sucedió- ella tendría que hacerse cargo del pequeño y utilizar sola la última liana que atada a un árbol lejano les transportaría a los dos deslizándose por ella; la amazona zaguera esperaría a que llegara a su destino, para después cortar la soga y ayudar a su compañera...
Sin siquiera sacar de la red al contenido, con un siseo comenzaron a deslizarse sobre una tabla que a modo de asiento, sujeta a la larga soga les alejó del lugar de la lucha.
Al llegar al final del recorrido, la cuerda cayó cortada por el otro extremo.
La niña y el pequeño se encontraron solos ante la aventura que les deparaba el destino un atardecer sangrante que pintarrajeaba con delicada intensidad las copas del "Corazón verde"
Los cantos de la noche contenían en el mismo ramo oscuro, amenazas y sueños, un largo viaje esperaba a los dos pequeños, uno recién secuestrado, la otra llorando la muerte de la que antaño la secuestró a ella.
No había tiempo que perder, todos los conocimientos que le proporcionó Nan se le presentaron claros y protectores, en ese momento dejó de ser una niña, para convertirse en una amazona.
Desentraño la red y le sorprendió que el pequeñín estuviera tranquilo mirándola fijamente a sus ojos negros, había recuperado el fantástico pigmento de su piel.
Estaba tranquilo, era precioso.
Se pusieron en marcha...


EL ASALTO

El jefe mercenario llamado Gurasapo, y los piratas -fuertes en aquella plaza-, antes de entrar en conflicto concertaron una tregua.
Acabado el periodo combatirían unos por mantener y otros hacerse con aquel lugar perdido.
Gusarapo no era conocido por aquellos lugares, pero llegaron referencias de que era belicoso pero sincero, y que su palabra era tan firme -dijeron- como las manos que sujetaban sus armas.
Desde diversos puntos acudieron en varios barcos hacia la isla -que después de los acontecimientos que sucedieron, se daría por llamar:“Encuentro”-, familias y amigos de piratas y mercenarios.
En “Encuentro” -que distaba a un tiro de cañón de la fortaleza pirata- se juntaron todos en lo que aparentaba ser buen avenir. Por dos días con sus noches, según lo pactado: uno de los días piratas, y el otro mercenarios, disfrutarían de la compañía de los suyos, para después enfrentarse por aquel alejado lugar de todo.
Al segundo día, en el que por el trato pactado sería el turno de los defensores, al acudir a la playa los que decidieron disfrutar y despedirse de los suyos, se encontraron con que todo era una farsa para disminuir la defensa de los piratas. Llegados a tierra, vieron como familiares y amigos estaban bien amarrados todos; los supuestos allegados de los mercenarios, no eran más que prostitutas y chiquillos -que abundaban en todos los arrabales de los puertos- todos secuestrados, y mercenarios disfrazados, que se hicieron pronto con la situación sin percatarse hasta entonces los piratas del engaño.
Con aquel plantel retenido como material de chantaje, conminó el “Gusarapo” a abrir el puerto para el desembarco de sus hombres. Los dejarían despedirse una vez presados de pies y manos, para después ejecutarlos allí mismo y en presencia de sus familiares a los que respetarían -prometieron- la vida y regreso a sus hogares. El escarmiento así resultaría bien efectivo, pensaba Gusarapo.
Este lugar estaba perfectamente amurallado y sus guardianes, eran fogosos, bien entrenados y dirigidos por un experimentado personaje conocido como “Lagarto”.
Por lo visto no se las sabía todas, y fue engañado como un pardillo. La argucia dio resultado y menos algunos barcos que se hicieron a la mar sin combatir ni defender la plaza para no interferir en los acontecimientos, el resto se entregaron ante la amenaza de los mercenarios y lo único que cumplió Gusarapo de sus promesas fue pasar a cuchillo a los piratas que se entregaron; con sus familias se ensañaron después. Así se pensaban que intimidarían a cualquier cercano de aquellas tierras y aguas para quedarse tranquilos y cobrar una ingente recompensa sin padecer riesgo ninguno. El miedo confiaba que lo estabilizaría todo.
Pero pocos días después aparecieron los evadidos y muchos más, que unos piratas y otros no, les enardeció tamaña traición. No era bueno que aquellos mercenarios y menos sus contratantes se pensasen que aquello era una jauja y podían hacer atrocidades de semejante calibre sin costo alguno.
Los piratas no eran santos ni ángeles desde luego, pero aquel despliegue de perfidia y cobardía no podía quedar impune. Incluso unos cuantos de los soldados de fortuna que se vieron a su pesar implicados en aquel siniestro, abandonaron la plaza para unirse a los piratas. Y es que Gusarapo y sus acólitos más cercanos engañaron a todos los que de un bando u otro, creyeron en su supuesta nobleza...
Pasaron unos días y no, lo que no engañaba nada eran las intenciones de aquellos barcos que en la línea del horizonte se recortaron a los pocos días del suceso.
Poco después se desató una tormenta con el tronar de cañones y el destellar del metal de los sables.
Así se relataron los hechos después en las tabernas:
“Humo, polvo, gritos de miedo, de ferocidad y dolor, heridas en las que la sangre que brotaba, convertía pronto su rojo en negros o pardos. Avances y retiradas, héroes y cobardes ensartados por pecho o espalda. La misma persona en un momento osado y al siguiente huyendo con el rabo entre las piernas para volver a empezar de nuevo. Nadie pudo evitar el tener que empuñar un arma entre sus manos y herir, sajar, golpear para atacar o defenderse y si perdían las manos los hierros, coger cualquier cosa bien una cadena o una tabla o piedra o hasta el brazo cortado de un muerto valía para golpear y en el último caso hacerlo con los puños cerrados rompiéndose las manos.
Fue recordado como “el asalto de las lágrimas secas”
A cada pirata le quedó por unas horas a unos, días a otros e incluso de por vida, dos sombras con forma de gota bajo sus ojos. Dos marcas que permanecieron en el lugar donde brotaron dos lágrimas de esfuerzo, miedo, dolor o vete a saber de qué, a cada uno de los que participaron en aquella batalla.
Los defensores de la plaza se batieron con valor y bien organizados, pero aquellos piratas acudidos en 17 barcos que aparecieron por la madrugada con el primer sol brillando en sangre, augurando lo que se prestaba a acontecer. Se dirigieron  hacia la costa en abanico con todas las velas desplegadas, combatieron a conciencia. A pesar de ser recibidos con retumbares de cañones y una lluvia de balas, desembarcaron y acudieron a combate…los que no se quemaron en sus barcos incendiados o por saltar de ellos murieron ahogados.
Dos días de combate sin treguas. Dos amaneceres y otros dos ocasos, en los que se mostraron todas las gamas del rojo en las cubiertas de los barcos, en las murallas, en la arena y sus piedras, manchando los árboles, las hierbas y flores silvestres, en los cuerpos de unos y otros, en las culatas y mangos de las pistolas y sables, en las aguas dulces y saladas…Era como si amanecer y el ocaso quedasen unidos por un festín de sangre que lo pintarrajeó todo durante las dos jornadas.
Dos días sin dormir, en una pesadilla. Dos lágrimas secas en sus caras para recordárselo todo.
Ningún defensor quedó con vida, ninguna casa sin fuego, todo fue arrasado, todo. Allí no se acudió a robar, sino a destruir y saciar venganzas.
Terminada la brega, los barcos que todavía flotaban se largaron de allí con viento fresco.
Todos menos uno…el Maribeltz.


EL MONJE (2)

La confesión que le hiciera el que el consideraba como padre suyo, le trastocó por completo. Aquel hombre con tantos años sobre sus espaldas, como cicatrices su desnudez mostraba, poco antes de morir se le dijo todo dando molde a su origen encubierto, y entonces comenzó a calibrar cómo volver a sus orígenes.
Al cabo de muchas peripecias, un día se encontró allí, solo, viendo como la pequeña embarcación en la que recaló en aquel maravilloso lugar, descansaba sobre la arena de la playa después de la larga travesía.
Mientras asaba allí su primera cena tuvo bien claro que su pasado como mercenario concluía en aquel lugar, por primera vez desde niño se sentía tranquilo.
Según fueron pasando soles, lunas y nubes, observó como para su sorpresa su piel mudaba al igual que la de los reptiles, cayendo en escamas el triste color gris ceniciento que le tiznó un atardecer casi perdido en su memoria.
Para su deleite y emoción, la geografía de sus poros se recubrieron de maravillosos matices de fulgores verdes, cruzados por vetas del luminoso color del cuarzo, mientras revolvía a el la propuesta de su sentir limpio, directo y delicado; todo rezumaba a su breve infancia.
Por una parte se reencontraba, pero por otra se veía más perdido que lo que nunca había estado. Si, decidido a dejarlo todo, pero ¿hacia donde dirigirse?, ¿donde estaban sus raíces, su casa? ¡que poco sabía de si mismo!
Un puñado de recuerdos afloraron en su memoria. En ellos, evocaba unas pocas imágenes confusas de una desmedida intensidad que cambiaron su incipiente vida.
Pero con el color esmeralda le fue invadiendo la paz desde hacía tanto tiempo perdida,
y con la paz, comenzó a recobrar la memoria,
y en la memoria se hizo luz su infancia,
y recordó como aquellas mujeres cazadoras de hombres le capturaron...







MIZAR

La cabaña que construyó, era pequeña pero suficiente. Estaba bien anclada en un pequeño promontorio, ni cerca, ni lejos de el río que desembocaba en una pequeña cala que se divisaba por una de las ventanas donde pasaba bastantes horas dibujando encima de una mesa.
Tenía un pequeño habitáculo que le servía de almacén donde guardaba pertrechos que fue fabricando poco a poco. También acumulaba allí alimentos curados, en salazón y ahumados. Así mismo excavó una cueva que le servía de fresquera y criadero de setas. Construyó un pequeño embarcadero bien protegido, y allí mismo se fue haciendo con una cantidad de madera, que preparada en las formas precisas necesarias se convertirían en el material necesario para la construcción de un pequeño velero suficiente para navegar cómodo y con seguridad.
Mizar aprendió mucho con aquellos monjes, como fabricar los artilugios marinos básicos y otras muchas cosas que siendo el hábil y con mucha paciencia e ingenio, le procuraron en el tiempo que llevaba allí una estancia muy activa que le proporcionó un entorno seguro y hermoso.
Igual fabricaba una brújula seca con forma de pez para su futuro velero, que construía una flauta por la que las aves y otros animales como las grandes tortugas, se arrimaban a escuchar su música.
Poco a poco se iba construyendo un pequeño paraíso...en el paraíso.
Además de la cabaña en tierra, entramó una plataforma con un pequeño cobijo en lo alto de un gran árbol, en el cual pasaba las horas contemplando el tránsito del día y noche mientras intentaba ir borrando uno a uno, los dolorosos recuerdos que lo lastraban. Cuando se sentía inquieto por alguno de ellos, trepaba allí y hasta que no lo borraba de su alma no descendía, ni comía, ni bebía ni dormía hora alguna...hasta que al final lo conseguía; mucho tenía que alejarlo de el, pero sentía que desde que de pequeño lo secuestraron y comerciaron con el, dejó de ser un Aqwa.
AQWA, AQWA, AQWA...TU ERES AQWA Y PERTENECES AL CORAZÓN VERDE, era de las pocas frases que recordaba y comprendía, en el idioma que nunca llegó a aprender.
Se veía arropado por sus padres en la copa de un gran árbol, contemplando los tres en silencio abrazados al Sol, sumergirse en el ocaso en aquel inmenso manto verde, con un postrero fulgor crepuscular encarnado que depositaba caricias en ellos.
Al instante siguiente, una vez oculto el astro, fosforecían los tres al ser alcanzada su piel por un último rayo ahora de un fascinante color verde-esmeralda, que se zambullía en su piel fundiéndose con ellos...
En estas estaba Mizar, cuando contempló la columna de humo que se elevaba del otro lado de la isla.
Se dirigió con rapidez allí, y vio como varios barcos se reunían para desembarcar todos entre un tremendo jolgorio.
Salieron de la espesura los mercenarios, que después de eliminar la poca resistencia que encontraron, amarraron a todos los desembarcados...
Mizar contempló todos los hechos que siguieron con gran preocupación. Fueron dos días durante los que volvieron a el multitud de pesadillas que le hicieron dudar de que existiera el mundo que creía haber reencontrado desde que desertó de su modo de vida pasado.
Para su espanto volvió a comenzar a invadir poco a poco su piel, el color muerto del plomo.
No se entrometió en aquel conflicto, aunque su dureza por una parte le aterraba, y por otra le atraía; así era para su pesar, tantos años como monje-mercenario no los tuvo en balde, y aunque no fuera esa su naturaleza original, restallaban dentro de el muchos fragores de espadas, pólvora y gritos de lucha. Temía enloquecer por ellos y volver a aquella lujuria de brutal ferocidad en la que tantos años estuvo inmerso.
Pero se mantuvo al margen, aunque dispuesto a defender su choza, el lugar donde ansiaba fundar su aldea, la patria en la que quería vivir para lo que le restaba, su pequeño corazón verde, lejos de aquel mundo enloquecido en que le tocó vivir hasta entonces. 


ENCUENTRO

Habían tenido mucha suerte, y a pesar de la tamaña refriega en la que se habían visto envueltos, la nave se encontraba razonablemente en buenas condiciones.
Trumoia decidió fondear en la pequeña playa bien protegida de vientos y corrientes de agua. En aquel lugar no se había producido escaramuza alguna, y mantenía intacta su hermosura.
A "Encuentro" la coronada una magnífica atalaya desde la que se divisaba mucha agua y el cielo se encontraba bien despejado, por una vez Monkey cambiaría su cofa por aquella torre natural, desde la que en caso de avistar naves enemigas tendrían tiempo de sobra para abandonar aquel lugar.
Una vez llegados y fondeado el barco, largaron un bote y bogaron hacia la arena.
Llegando a la orilla, se les apareció una figura cubierta de cabeza a cintura con un manto oscuro, cubría sus largas piernas con unas polainas que le llegaban hasta la cintura, unos guantes de badana tan fina que casi transparentaba, recubrían sus grandes manos ramilleteadas por unos dedos largos y vigorosos, que sujetaban: una brillante espada la diestra, y la otra un enorme pistolón, con un cañón con una boca tan negra y ancha que impresionaría al mismo diablo.
Ambas armas eran como extensiones perfectamente integradas en el cuerpo del encapuchado, el personaje imponía, pero a aquellas alturas y después de pasar lo que habían pasado no había monje ni monja que evitara que tomaran tierra, con Trumoia y los habituales Neco y Musa, acompañados esta vez también por Monkey.
Llegaron a la arena,
desembarcaron, alegrando a sus doloridos y cansados cuerpos con el frescor del agua,
Trumoia, ordenó a Monkey, Neco y Musa, que permanecieran junto al bote,
se dirigió el solo al personaje que ni se movía,
antes de acercarse demasiado se detuvo y se presentó diciendo lo siguiente:
Me llamo Trumoia y comando la Maribeltz.
Como habrás visto hemos sobrevivido a la batalla en la que no me importa si has participado o no; la sangre está ya seca, es cosa pasada.
Queremos pasar aquí unos días para realizar algunas reparaciones y aprovisionarnos,
diré a los tres hombres que me acompañan que suban a aquella la atalaya, para echar un vistazo, y si todo está bien mandaré desembarcar.
No vamos a importunarte y si no lo quieres no precisamos de tu compañía.
Explicada nuestra presencia y propósitos aquí, te ofrezco una de estas: o mi palma abierta, o el brazo de mi espada, o la distancia que nos separa...
Escuchado el mensaje, el isleño demostró claramente cuál era su postura enseñando tres de sus dedos y darse la vuelta para dirigirse a su cabaña...

Transcurrieron cuatro apacibles días con sus iluminadas noches de luna, durante los cuales se procedió a aprovisionarse de agua, fruta, caza y pescado; no eran urgentes la mayoría de los arreglos.
El monje no se acercó a los venidos en ningún momento y los piratas hicieron lo propio observando desde lejos su hogar, su actividad en el huerto, pescando y trajinando en sus cosas; era muy hábil y dentro de su manera sosegada se intuía que no se le escapaba una.
Les llamó la atención sus ademanes ágiles y silenciosos así como  que en todo momento se encontrara cubierto por la oscura capucha.
Ellos estuvieron a lo suyo y al tercer día procedieron a embarcar y preparar la partida, que harían a la mañana siguiente aprovechando unos aires que circulaban por aquellos mares cerca del mediodía...
Al día siguiente Trumoia acudió a despedirse plantándose a escasa distancia de la cabaña, mientras el barco con toda la tripulación embarcada -menos Neco y Musa que le esperaban junto al bote, en la orilla- esperaban su regreso para partir aprovechando los aires del final de la mañana que se presentaban decididos y calurosos.
Ninguno de los dos conocían la cara del otro, ya que no se quitaron ni uno su caperuza, ni el otro su turbante mientras estuvieron al aire libre.
El monje se acercó a Trumoia al verle cerca de su cabaña -esta vez no portaba ni pistolón ni espada- y el pirata le deseó con unas pocas palabras salud y suerte, a lo que el monje contestó con tres gestos: agachando la cabeza y llevando sus manos al pecho, para después alargarlas hacia el mostrando sus palmas, transmitiendo sus intenciones.
El aire era intenso y hacía ya mucho calor,
entre ambos la distancia apenas era de un par de docena de metros,
el capitán pirata empezó a sentir como a su ojo albino le iba invadiendo un leve burbujeo,
la dirección del viento era de tierra a mar, en donde se encontraba el Maribeltz que lo tomaría de popa.
En ese momento Trumoia lo recibía de cara,
sopló una ráfaga algo más rabiosa, que hizo que el turbante de Trumoia cayera hacia su espalda descubriendo por ello su cara, y en ella la marca de su cara compartiendo protagonismo con el ojo que seguía burbujeando.
La reacción del encapuchado fue instintiva y rápida como no podría haber imaginado nunca ni Trumoia, ni sus acompañantes: como impulsado por un silencioso muelle se abalanzó con increíbles zancadas y al hacerlo descubrió a su vez rostro y torso, que ante la sorpresa de los ojos que le miraban, estaba coloreado con una gama entre gris plomizo y verdes de matices brillantes sajado de blancos de una desmedida pureza.
Antes de que se produjera la reacción necesaria para contrarrestar el fulgurante ataque, el agresor ya se encontraba en la cercanía suficiente para que la amenaza del puñal que apareció en uno de sus brazos, no encontrara adecuada respuesta del pirata.
En ese momento una flecha se introdujo en su pecho, unos dedos por encima de su corazón.
Se detuvo,
de seguido otra segunda flecha con una piedra cubierta de cáscara de coco, le sacudió en mitad de la frente tumbándolo sobre la arena...


DUA

¡Cómo eran las cosas!, aquella bella mujer, después de lanzar en su busca dos de sus flechas, ahora nadaba hacia la playa con un objetivo claro: curar al que acababa ensartar y tumbar, y esperar a que el Maribeltz se perdiera por la línea del horizonte.
Daba fin a su intensa vida como filibustera que llevó desde que se embarcó en el Maribeltz desde su pelea con la Náyade.
Ella, la que cada vez que los impulsos por parte de cualquier tripulante del Maribeltz de acercarse como hombre que se arrima a mujer, era recibido por una mirada dura y fría que con nitidez comunicaba: -desdeña tus intenciones o lo lamentarás-. Aquella mujer lo abandonaba ahora todo, hasta su preciado arco que tantos pechos flechó.
Admiraban a la bella morena que ahora veían alejarse nadando. La echarían mucho en falta y a todos sorprendió que abandonase su carcaj y arco, ¿sería una declaración de intenciones o lo dejaba en señal de gratitud hacia el respeto que le tuvieron ellos?
La recordarían como una avispa disparando mortales aguijones en el combate, siempre les admiró como nunca achicaba riesgos y como se hacía bien notoria, profiriendo exaltados alaridos cada vez que ensartaba a algún contrincante, sin importarle bledo alguno convertirse por estas maneras en el blanco preferido de tripulaciones contrarias.
Amaba pelear, jugarse la vida, y mostrar a todo el mundo sus poderes de cazadora de hombres, rugía su mirada ante el pavor que causaban sus dardos y en el cuerpo a cuerpo se convertía en una fascinante fiera, peligrosa como nadie.
Aquella bella salvaje, aún proviniendo de la tupida selva, pronto aprendió a saborear como el espacio vacío que ante los ojos se presenta en la mar, se hace cuna y hogar de pensamientos. Si, aquella mujer que ya cultivaba algunas canas y que en su cara, una a una se iban marcando arrugas, había intuido que en aquel lugar y en el monje oculto bajo capucha, se encontraba lo que le deslumbró siendo una niña cuando secuestraron el niño Aqwa en aquel pantanal en el centro de la inmensa selva.
Dua, cuando pudo pudo ver la cara de Mizar gracias al golpe de viento destapó su cara, le vino como por un ramalazo un recuerdo de su infancia que nunca le abandonó.
Recordó siempre el rostro del niño aqwa que secuestraron, cuando lo tomó en sus brazos el monje que lo compró, recordó como la miraba sorprendido cuando la alejaron de ella. Y como a su vez tuvieron que sujetarla a ella cuando los separaron...

Después de ser secuestrado, y ya los dos solos en mitad de la selva lejos de protección alguna, Dua y el pequeño se compenetraron para a pesar de su poca edad, salir airosos de los peligros que se encontraron en la espesura.
Dua siempre supo que el niño la tomó en su inocencia, como su salvadora, y la apoyó desde el primer momento en el que se quedaron solos después del secuestro. La verdad es que ella, aún no se sentía una auténtica amazona. No había pasado demasiado tiempo desde que a su vez fuera secuestrada, y para ella, el niño aqwa hizo que se desescombraran los recuerdos recientes de su robo del barco en el que viajaba.
Los incipientes poderes del pequeño resultaron vitales para su supervivencia. Así cuando por ejemplo se sintieron amenazados por un grupo de perros salvajes cazadores, que astutamente esperaron a que se encontraran en un claro de la selva -lejos de los árboles salvadores- para acosarlos, fue el pequeño el que los puso en fuga y con el rabo entre las piernas al imitar a la perfección la llamada de auxilio de un cachorro de jaguar, y la rápida contestación de madre y padre del pequeño, ante lo cual pareció que iba a faltar distancia que correr para los cánidos.
El sentido de orientación del niño, también fue vital para sobrevivir, cuando Dua se sentía perdida, tenía que subir a lo alto de un árbol para buscar la estrella que le orientaba. El pequeño advirtió que cada vez que sucedía esto, tomaba un rumbo preciso y comenzó a indicar sin dudar -como si fuera una veleta viviente-, la dirección correcta cada vez que se desorientaba. Pero lo más notable fue como al penetrar en los ríos o pantanos que se encontraron en su camino, tanto los caimanes, como las grandes serpientes anacondas los respetaron e incluso ayudaron en aguas profundas.
La travesía constituyó una aventura para ambos que se convirtió en leyenda entre la tribu de las mujeres y durante ella, el pequeño confió y apoyó en todo momento con la firmeza de su mirada y la total ausencia de lloros o queja alguna a Dua, por lo que al separarla de ella trazó una expresión de incredulidad en los ojos del pequeño, que le hizo soltar unas lágrimas que dibujaron un camino de intenso brillo verdoso, mientras que caían al suelo...

Y ahora se reencontraban allí, en la isla "Encuentro", tantos años después. Algo en el desde el primer momento le resultó familiar, sobre todo cuando Monkey le contó como en los crepúsculos aparecía allí para contemplar los últimos momentos del día extasiado, e irradiando una sensación de absoluta paz.
Hubo más cosas que se le hicieron reconocibles, pero lo que le aclaró del todo, fue el hecho que al mostrar Trumoia su cara, su marca, reaccionara de esa manera, y al hacerlo mostrara el color de su piel.
Dua, sabía la historia de la marca de las 7 islas, por Trumoia, y por voz uno de los monjes que ensartó con una de sus flechas, vengándose muchos años después de lo relatado, y moribundo le contó el porqué de aquella marca y el conflicto entre los que la portaban por naturaleza, y los que la imitaban: los monjes-guerreros.
Pero no es el momento de relatarlo...