El sexto personaje de nombre Anatahi, se enrola en la tripulación del Maribeltz, para emprender un largo viaje de ida y vuelta. Surcarán los mares en el airoso bergantín, en busca de un libro que tiene abrazado entre sus tapas, como no… un tesoro. Pero no será éste de oros ni platas, sino de letras. Letras que su madre, Marama, creía que por estar en papel, eran presas.
Una canción, sobre las ballenas que cuando arponeadas de muerte escapaban entre las luces negras de las noches en agonía, demostró que las letras no padecen por estar en papel estampadas y que en los libros, se sienten acomodadas.
En los sueños de Anatahi una nube solitaria se le presentaba a menudo. El saltaba sobre ella buscando transporte en su mullido lomo, pero una y otra vez caía al agua mientras la veía alejarse hacia destinos inciertos produciéndole desasosiego verla como sin él, de él, se alejaba.
Su madre Marama, al escucharle tales ilusiones le explicó como su padre Sándor “El Magiar” fue un viajero inquieto y que en el de seguro heredado, también estaba contenido, el deseo errante del vagamundos, siempre insatisfecho.
Anatahi suspiraba pensando en aquella pequeña nube
que una y otra vez se le aparecía en sus dormidas, para después negarle a
viajarlo montado en ella.
Las islas se le hacían pequeñas y la mar tan
inmensa le seducía como el canto de una sirena, invitándole tanto con el
arrullo de la mar calma, como con el estruendo de sus olas y vientos
enfurecidos.
Un atardecer, un Maribeltz en apuros huido de una
tormenta azotado y herido, divisó la isla donde Anatahi y sus gentes habitaban
y hacia ella aproaron buscando su abrigo.
Fondearon en una cala y con tantas dudas como
necesidades botaron un bote y en ella
varios de sus tripulantes bogaron hacia la orilla prestas armas y sentidos,
conocedores de la belicosidad de los maoríes que habitaban aquellas islas.
Mientras se acercaban a la raya blanca de la
orilla, los temibles guerreros tatuados ya les esperaban entre las sombras,
ocultos y armados. El único deseo de encontrarse con aquellas gentes de pálido
rostro, era el guerrear con ellos para desproveerlos de aperos, vidas e incluso
de sus propias carnes.
Desde un alto Anatahi había divisado en la
lontananza una rechoncha nube blanca y bajo ella las heridas velas del
Maribeltz. ¡Era exacta a la de sus sueños!, he hizo palpitar todo su ser y tras
una larga carrera, se plantó en la playa entre navegantes y emboscados.
Su resuelto y amistoso porte, más la petición de
la notoria Marama en favor de respeto a la actitud de su hijo, hizo que
desembarcasen sin contratiempos siendo amistosamente admitidos en la isla.
Pasadas unas semanas en las que se saneó los
desperfectos ocasionados por la tormenta sufrida causante del arribo del barco
pirata, se celebró un festejo en el que la buena comida, las habituales
crónicas marinas sobre las incidencias durante las travesías y como no, la
oratoria de Marama, reunió en apacible camaradería a toda persona natural y
arribado a la isla.
No tardaron mucho en ocupar lugar los bellos
cantos maorís que embelesaron a los marinos.
De seguido la tripulación con Ponpon con su voz
alegre a la cabeza, dio respuesta cumplida, también a manera de cánticos para
el deleite de todos.
Gozaba Trumoia de una sentida y profunda voz y
además manejaba con soltura el violín.
Alguien le reclamó que entonara una canción que
hacía tiempo había oído interpretar a unos compatriotas suyos, cuando su barco
ballenero fue avistado en apuros huyendo de corsarios contrarios, siendo
ahuyentado por la presencia del Maribeltz.
Habían celebrado los balleneros la ayuda hermana agasajándoles en un puerto cercano.
En una taberna, al caliente, bien comidos y mejor
bebidos, surgieron las canciones como brotan los chorros de agua del lomo de
las ballenas; también se relataron vivencias y contó Trumoia como él también en
sus comienzos faenó como grumete en un
ballenero.
El patrón de la embarcación socorrida sabía del
barco donde marineó Trumoia y recordaba haber escuchado una bella y triste
canción a su patrón de nombre Joanes.
Trataba ella de como cuando arponeaban de muerte
una presa en horas tardías y conseguía ella huir herida sumergiéndose en el
negro manto de la noche dejando una estela roja de sufrimiento, mientras se
encaminaba hacia la muerte.
Cuando sucedía tan mal lance Joanes patrón del
ballenero, se sumía en una profunda tristeza. El necesitaba de la ballena sus
aceites, carnes y barbas y por ello las cazaba, pero desechaba el padecimiento
innecesario que se le venía al gran pez, rota la estacha del arpón clavado en
ella.
Cantaba entonces una apenada canción con su violín
muy bella.
¡Como tantas veces, las grandes tristezas
engendran hermosuras!
Trumoia recordaba la melodía, pero no así su
grafía, aunque letra y música la guardaba entre sus partituras.
Ya llevaban un tiempo por aquellas aguas y sobre
todo Miracielos con su facilidad de aprendizaje dominaba algo de la lengua
maorí y se entendía con los isleños.
Por medio de él supieron los tatuados de la
canción de la ballena herida, solicitándole que la interpretase.
Trumoia les expuso como su violín a causa de la
tormenta, por la humedad se había hinchado y descompuesto, y como éste
reproducía como ninguno los llantos de una ballena, fragmentos centrales de la
balada.
Le pidieron describiese del violín sus formas y al
representarlo dibujado en la arena los nativos reconocieron de inmediato el
instrumento, como el que en manos del magiar en no pocas ocasiones deleitó
tocando sus armonías.
Contaron que en los últimos meses de Sándor en la
isla, no había podido tocarlo ya que las crines de caballo con el que sacaba
los sonidos se deshilacharon, no pudiendo encontrar nada para sustituirlas. Así
no estaba a mano en su precipitada marcha y quedó en guarda de Marama.
El arco del violín de Trumoia estaba intacto y al
poco estaban reunidos violín, arco y partitura en las manos del marino.
Ante las deseosas miradas de los reunidos, Trumoia
compuso un atril improvisado para sujetar la partitura y comenzó a interpretar
la balada con habilidad y
sentimiento.
Cuando Marama empezó a escuchar los primeros
compases se quedó desde la primera nota descompuesta, a cada sonido, suspiros y
lágrimas le invadieron, su vello se erizó como alfileres sintiéndolos uno a uno
como nunca los había percibido. Se le nubló la vista y recuerdos que iba
perdiendo, le regresaron nítidos.
Todos los allí reunidos contemplaron en silencioso
respeto su llanto, pero no sabiendo la razón de tal los marinos, por medio de
Anatahi conocieron el motivo.
Marama era una gran oradora que reunía en su
imaginación y memoria, tanto la historia de la tribu, como composiciones orales
suyas que relataba en reuniones que también atraían a habitantes de otras
islas, tal era su fama.
Sándor había acudido en busca de ella por su
notoriedad, por ser el también amante de las palabras.
Él era escritor y
recopilaba además de sus fantasías y apuntes de sus viajes, relatos de interés
que se encontraba; los de Marama, le hechizaron.
Marama desconocía la escritura, para ella las
historias y relatos reales eran fielmente siempre iguales, pero no así los
cuentos...
Las palabras que componían éstos afirmaba que eran seres
vivos. Cuando salían en voz por la boca nacían, mientras eran escuchadas vivían
y al terminar lo contado y escuchado por los oyentes, morían terminando su natural ciclo. Así como
todo lo vivo: germinaban, transitaban y fallecían, para volver a producirse el
mismo hecho cada vez que volvían a ser relatados.
Sus conferencias eran muy sentidas, era el poder
de las palabras al transitar de la boca a los oídos; en cada persona se
introducían conformando sensaciones parecidas pero nunca iguales.
Al estar escritas, creía que no estaban vivas sino
presas. No tenían oportunidad de completar el ciclo natural de nacimiento, vida
y muerte y por lo tanto sufrían, en el papel escritas. Era una angustia
continua que ella no iba a consentir de ningún modo, costase lo que costase.
Tenía mucho amor por sus fábulas y haría lo
necesario por ellas, como lo hacía una madre por sus hijos.
Prometió Sándor respetar su creencia y no plasmar
en escrito tales…pero no lo cumplió.
Un día Marama lo descubrió y Sándor
incapaz de deshacerse de aquellos maravillosos cuentos huyó.
Después de ser
perseguido un tiempo, estando cerca de ser atrapado divisó un barco en el
horizonte y tomando una embarcación se dirigió a él. No le costó mucho convencer
a su patrón de la conveniencia de abandonar prestos aquella isla, -ya se
divisaban grandes lanchas repletas de guerreros maoris remando hacia ellos- y
desplegando todas sus velas fugaron raudos atemorizados...
Al calor de la hoguera, solo se oía el
crepitar del fuego.
Marama padecía una extraña enfermedad por la que
iba olvidando sus cuentos, su vida, lo iba olvidando todo.
Ella que había desconfiado de la escritura, en
aquellos momentos y gracias a aquella canción escrita y musicada por medio de
aquellos preciosos signos en el pentágrama, había recordado y vivido
intensamemente aquella balada olvidada, que le entonó Sándor tantas noches
tranquilas.
Por ella descubrió que estaba equivocada y que en
aquella hoja de papel, aquella canción
escrita le había hecho recordar tales momentos con el que fue su querido
Sándor, con resuelta vehemencia.
Sándor nunca le pudo explicar lo que describía
aquella melodía. Estaba cantada en una extraña lengua que ni él mismo
comprendía. La escuchó, le contaba el, en una taberna a la luz de unas velas,
cerca de un cementerio con mucha paz y pocas tumbas, frutos de un naufragio. En
una de ellas un tal Joanes descansaba enterrado y la letra de la canción y sus
notas en un pentágrama, era lo único que quedaba de él, primorosamente labrado
como epitafio en una estela. Nadie conocía el significado de aquellas palabras.
Y ahora, por aquellas letras y signos, lo conocía
todo y evocó como nunca a Sándor.
Lo veía huyendo de su furia con el libro protegido
entre sus brazos.
Ahora era consciente que su memoria se diluía y
con ella se perderían muchos de sus relatos. En algún lugar se encontrarían
entre las tapas de aquel libro…tenía que intentar encontrarlo y si daba tiempo
también a Sándor, antes que su enfermedad borrase el total de su memoria.
Al día siguiente, Trumoia se puso a limpiar con
esmero el instrumento y mientras lo hacía un pequeño papel se deslizó de sus
adentros. Lo miró y unas palabras que no comprendía estaban escritas en el.
Avisó a Miracielos, que como Sándor era conocedor de muchas lenguas,
consiguiendo descifrar su contenido.
Esto es lo que decía:
"De un barco naufragado, rescaté la madera con la
que fue construida mi casa, con la misma este violín y con la misma una
biblioteca. Así ésta madera de pecio es la casa del mundo viajado, de las
canciones escuchadas y de los libros escritos y ojeados."
Todo estaba escrito sobre la silueta de un mapa al
otro extremo del mundo y con una cruz marcada, el lugar donde su hogar se
encontraba.
Comunicó Trumoia a Marama y Anathai el contenido
de la nota y en un instante todo quedó para Marama claro.
La disposición de los acontecimientos se
conjugaban, para que el joven Anatahi emprendiese un largo y esperado viaje
sobre la cubierta del Maribeltz, en busca del libro escrito por Sándor.
Solo faltaba una razón clara para que los piratas
emprendiesen el viaje con decidido entusiasmo.
Al día siguiente, demandó Marama si reconocía
aquel lugar y a cuantas jornadas se encontraba. Trumoia consultó la ubicación
del lugar señalado a su piloto Cartamago que precisó al instante y sin dudas su
lugar, y las jornadas aproximadas que distanciaba.
Durante la siguiente noche, Trumoia fue
secuestrado en silencio por varios tatuados. Después transportado con los ojos
tapados a algún lugar de la isla en su costa y en sus aguas sumergido, por unos
angustiosos momentos, para emerger en una gruta por la que caminaron a la tenue
luz verdosa que despedían bancos de peces que allí paraban.
Después de un largo trecho y siempre con los ojos
tapados, llegado a un lugar le quitaron la venda y ante el se descubrió un
suelo plagado de brillos perlados. Ante su asombro le conminaron a que se
agachase y tomara en sus manos una de aquellas luces. Así lo hizo y vio que se
trataba de magníficas perlas brillantes y sin defecto.
En tres bolsas con el mismo número de perlas,
recogieron un buen puñado por cada jornada de las previstas por Cartamago para llegar al
lugar señalado en el mapa. Una bolsa a Trumoia le fue dada quedándose las otras
dos en la gruta. Volvieron al poblado, siempre Trumoia con los ojos tapados y
al llegar reunieron a la tripulación y comunicaron como le había sido entregada
las perlas a su patrón para que fuesen repartidas entre ellos al
llegar a destino y como si volvían con Sándor y su libro les serían entregadas
las restantes, una bolsa por el magiar y otra por sus textos.
La alegría fue desbordante y a las pocas jornadas y después de un banquete de despedida, desplegó entre vítores el Maribeltz sus bien remendadas velas a la búsqueda de aquel deseado libro, el Libro de Sándor "el Magiar", vagamundos, violinista y escritor.
Precioso y evocador.
ResponderEliminarGracias Araceli, me alegra que te haya gustado.
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