viernes, 13 de septiembre de 2013

LA NAYADE Y LA AMAZONA

Hubo mucha confusión, la situación fue enormemente alborotada. Lo que en un principio no iba a ser más que hacer una aguada, aprovisionamiento y reposar de los huesos un par de jornadas, a punto estuvo de convertirse en el final del Maribeltz, pero una vez más se alargó la sombra de su suerte.
Durante el tremendo jaleo en el que mostraron los elementos todo su poderío en un instante, lo que percibió cada tripulante se ajustó a lo limitado de su propia percepción de los acontecimientos. Todo fue tan confuso que no quedó nada claro de lo sucedido.
Lo realmente cierto fue que desde ese día, el Maribeltz contó con una muy valiosa incorporación, la de DUA la amazona, y que el canto de Ponpon se había escuchado bien alto, ¡vaya si se escuchó!
DUA, consiguió encaramarse en el Maribeltz con dos regueros de sangre brotándole de sus oídos, y quedó por un tiempo trastornada. Cuando la vieron herida pero altiva, su cuerpo moreno destellando encaramada sobre la borda, su magnífico arco en sus manos, el carcaj con algunas flechas cruzado en su espalda y ya lejos de aquel río, los piratas no se lo podían creer. ¿Quién era aquella mujer? Se quedó cada uno paralizado en su quehacer. Algunos, muchos, empezaron a sudar otra vez, estaban asustados ante ella, ¿era una visión?
Luego cayó exhausta sobre cubierta y Trumoia que era el único que la había visto...
Bueno, mejor os lo contamos.

Amparo describe así a la náyade y parte de los hechos:


NÁYADE


Es la diosa protectora del Río de la Isla. Los habitantes de ésta le llaman “Náyade” porque son seres prácticos a los que les gusta llamar a las cosas por su nombre.
Esta ondina es muy hermosa, aunque puede resultar temible si se siente agredida de algún modo. Es capaz de perdonar un asesinato, pero jamás perdonará a quien estropee las aguas del río que protege, sea tirando basura en él o entorpeciendo su curso de algún modo.
Con los actos criminales, en cambio, es muy comprensiva, probablemente porque ella es la primera en cometerlos. Disfruta provocando tormentas para hundir barcos o  haciendo subir el nivel del agua del río, si con ello logra anegar la aldea y obligar a sus habitantes a rehacerlo todo. Pero esto solo lo hace cuando está de buen humor, pues este es su concepto de diversión. Es mucho peor cuando se enfada, cosa que ocurre a menudo. Como suele ocurrir con los dioses, no perdona un fallo, por pequeño que este sea.
Su aspecto físico es atractivo. A la belleza del rostro se le une un cuerpo esbelto, decorado con tatuajes. Hay pocas zonas en su cuerpo que no presenten una imagen, sea la de alguno de los dioses superiores o de símbolos de significados no siempre claros para el observador, pero que guardan algún oculto mensaje, recuerdo de situaciones vividas o sentimientos olvidados ya entre las brumas del pasado.
La túnica con que se viste es sencilla, sin mangas y con un escote pronunciado. Deja la espalda libre, permitiendo ver los dibujos que le adornan, y se ciñe a la cintura con un cordón formado por tallos de flor de loto trenzados. Desde la cintura sale una falda larga hasta los tobillos y rasgada a lo largo en dos cortes que parten desde la cintura y recorren el tejido hasta el dobladillo y que dejan asomar sus piernas, ágiles e igualmente tatuadas, al caminar.
Su rostro suele presentar un aspecto plácido, provocando en quien la ve la idea engañosa de un carácter bondadoso y dulce. Nada más lejos de la realidad. Náyade es caprichosa y voluble. Si no logra sus propósitos se enfada y lo hace pagar al primero que aparece ante su vista, sin preguntarse si es inocente o culpable. Para ella todos son culpables de algo. Tan pronto desarbola un barco y ahoga a su tripulación, como maldice a un pobre ser que se cruza en su camino, convirtiéndole en ciervo o conejo y exponiéndole luego a los cazadores para que le den muerte.
Nunca ha amado a un hombre o un dios, así que se conserva virgen, intocable para los machos y lejana al amor y sus dulzuras. Su cariño pertenece al río y al bosque y a ellos dos se entrega en cuerpo y alma, como una Diana isleña, entregada al disfrute de la naturaleza.
Cuando sube a lo más alto del acantilado y extiende los brazos hacia el cielo hace subir el nivel del mar y soplar al viento con furia. Si en ese momento un barco tiene la desgracia de ponerse a su alcance, la tripulación puede comenzar a invocar a sus dioses favoritos, porque no habrá salvación para ellos.


LA DIOSA DEL RÍO

Las barricas de agua dulce se estaban vaciando y urgía encontrar el modo de rellenarlas, así que se acercaron a la costa buscando un manantial o un arroyo por las cercanías de la costa. La mirada aguda de Cartamago había percibido la mancha verde formada por unos árboles de aspecto fresco y jugoso que sugerían la presencia del precioso líquido. Al acercarse pudieron confirmar la existencia de un río que desaguaba en cascada desde el promontorio.
Fondearon el barco y, desatando el bote del tangón que lo sostenía, lo lanzaron al agua y, cargando los barriles,  embarcaron en él. Pusieron proa a tierra, ajenos a la figura que les observaba desde el risco.
Tal vez si Cartamago hubiese mirado en esa dirección habría podido advertirles del peligro que corrían, pero esta vez el sagaz piloto del Maribeltz había quedado en su camarote, revisando las cartas para tratar de encontrar en ellas alguna alusión a esta tierra desconocida a la que acababan de arribar.
Desembarcaron las barricas y se dirigieron a la cascada para llenarlas, con la alegría de no tener que subir a lo alto del acantilado con su carga, como les había ocurrido en otras ocasiones. Terminado su trabajo regresaron al barco dispuestos a continuar la jornada, satisfechos por haber dado tan pronto con la bebida imprescindible e ignorantes de la ofensa que acababan de cometer y de lo que esta les iba a deparar.

La tierra que acababan de dejar era una pequeña isla habitada solo en parte. Si el Maribeltz se hubiese acercado dejando la tierra a babor habrían llegado a una aldea en la que vivía un pueblo habitado por seres alegres y amables que les hubiesen proporcionado, además del agua, comida, descanso y entretenimiento. Vivían tranquilos y felices por estar bajo la protección de los dioses... o quizá los dioses les protegían por ser tan bondadosos y pacíficos. Nunca está muy claro cómo funciona en verdad la mente de los Grandes, como llamaban en este poblado a  los habitantes de las esferas para diferenciarlos de sí mismos, los Pequeños.
Lo único que sabían con certeza es que los Grandes son extremadamente sensibles y se les agravia con increíble facilidad, así que eran cuidadosos en su trato con ellos. Para evitar afrentas no tomaban un fruto sin pedir permiso al Grande guardián de la planta o el árbol y siempre lo agradecían dejando una ofrenda en señal de reconocimiento.
La isla era muy pequeña, pero tan fértil que los Pequeños apenas extendían el brazo y podían tomar cualquier cosa que necesitasen. Si querían comer pedían permiso al Grande del mar, al de los animales o al de la planta y extendían las redes, tensaban el arco o abrían su mano. Luego, tras depositar el regalo apropiado, disfrutaban de su alimento. Si querían beber se acercaban al único río de la isla o al manantial del que brotaba su agua, haciendo lo mismo: pedían permiso para rellenar su jarra, la sumergían en la corriente para sacarla repleta y hacían su sacrificio de acción de gracias en honor de la Grande del río.

El agua dulce de la isla estaba bajo la protección de una diosa, una náyade, bella y virginal, más amante de la naturaleza y de las aguas, que de los hombres o los dioses. Los Pequeños le llamaban Náyade haciendo nombre de su condición y ella se sentía orgullosa al oírse nombrar con tan hermosa palabra. Nada le gustaba más que recorrer el bosque o nadar en las aguas dulces del río y en las noches de luna llena era fácil encontrarla sentada en la ribera, con los pies dentro del agua, disfrutando de la tranquilidad nocturna.
Pero nadie debe llamarse a engaño por esta imagen de paz y belleza. La Grande del río es una diosa y ya sabemos lo rápidamente que los dioses se sienten afrentados. Cuando se sentía ultrajada era capaz de las más terribles acciones.
Su figura era bella, de piel blanca y pura, cubierta, desde el cuello hasta los pies, con tatuajes que representaban las imágenes de otros Grandes a los que admiraba y había convertido en guías y héroes al mismo tiempo. El rostro tenía los rasgos hermosos, con labios bien dibujados y tan prestos a la sonrisa como a torcerse en un gesto de desagrado. Los ojos oscuros, del color del terciopelo y tan suaves y acariciadores como ese tejido, podían cambiar la expresión y volverse tan duros y acerados que atraviesan almas hasta hacerlas estallar de pánico o adquirir una expresión de tristeza tan profunda, que quien se miraba en ellos en esos momentos no volvía a sonreír jamás. Sus orejas, ligeramente puntiagudas recordaban a las de un duendecillo y, como las de estos últimos, captaban todos los sonidos, desde los que producían las aguas al moverse, hasta la caída de una hoja: no existían secretos para aquellos oídos sensibles. El rostro quedaba enmarcado por un cabello negro y sedoso que brillaba bajo la luna en tonos blanco azulados.
Envolvía su cuerpo con una túnica blanca, de una tejido transparente, apenas una gasa que cubría sus hombros, dejando al descubierto los tatuajes de su escote, la espalda y los brazos. La falda mostraba sus piernas al andar, asomando por las aberturas que recorrían
el tejido a lo largo y le proporcionaban libertad de movimientos.  No llevaba joyas de ningún tipo. Sus dibujos corporales y la belleza de su rostro eran todo el adorno que precisaba.

Cuando los tripulantes del barco llegaron a él e izaron el ancla sintieron el viento. Primero una ligera brisa que, en cuestión de segundos cobró la fuerza del huracán. Apenas podían hablar entre ellos, porque el silbido del aire no les permitía escucharse. A duras penas lograron arriar los trapos en banda, para impedir la rotura de la arboladura, y lanzar al mar el ancla flotante, con la esperanza de que frenase la carrera que preveían por la velocidad del viento. Intentaron capear el temporal por todos los medios, pero era inútil. Parecía que una fuerza superior los atraía a las rocas. No era el aire su peor enemigo. Este giraba por dentro del barco, como si su única finalidad fuese impedirles gobernar el buque, al frenar los movimientos de la marinería. El barco ponía la proa hacia el acantilado por sí solo.
En ese momento vieron a la figura sobre el risco. El cabello flotando a su espalda, la parte inferior de la túnica abierta, empujada hacia atrás por el aire, mostrando las piernas bien torneadas y llenas de dibujos y arabescos, los brazos en alto, invocando a los Grandes del mar y del viento.
En los labios se podía leer el odio que sentía, mientras los movía lanzando maldiciones a los ladrones que le habían quitado parte de sus bienes, sin pedir permiso ni dar las gracias. Muchas veces Náyade había hundido barcos, por puro placer de niña caprichosa, por verlos destrozarse en el acantilado, por disfrutar con la imagen de la pequeñez humana y sentirse así más grande y poderosa. Esta vez tenía un motivo legítimo para su ira: aquellos humanos le habían robado y ella les iba a mostrar lo que ocurre cuando se ofende a los dioses. La herejía sería castigada.

Alguien en el barco gritó “¿qué clase de fiera es esa?” Y en ese momento Miracielos cayó en la cuenta: era una ninfa de las aguas y no le habían mostrado su homenaje. Su cerebro empezó a funcionar rápidamente, buscando el modo de salir con bien de aquella aventura. Entonces gritó, llamando a su buen amigo Ponpon “¡Ponpon!  llamó, tan fuerte como le era posible- ¡Canta! ¡Por todo lo más sagrado, canta!” Y Ponpon, aún sin entender el motivo, empezó a cantar.
Pese a su gran estatura y la gordura que le caracterizaban y le proporcionaban un aspecto temible, Ponpon tenía una voz bellísima y una facilidad innata para el canto y la música. Su vozarrón comenzó a alzarse sobre el sonido del viento y a llenar todo el barco, extendiéndose sobre el mar y viajando hacia el acantilado. Cantó la historia de una bella ondina a la que los hombres amaban y honraban interpretando las más exquisitas melodías. Era un canto de una hermosura jamás escuchada en aquella isla y, cuando llegó hasta el afilado oído de Náyade lo atravesó, depositándose en su corazón. Por un momento quedó suspensa, sintiendo en todo su cuerpo la dulzura de aquella interpretación y bajó los brazos. Como resultado de este gesto, el viento dejó de soplar y entonces Ponpon, que ya había entendido las razones de Miracielos, improvisó una letra en la que pedía perdón por la falta cometida y daba las gracias a la generosidad de la Grande del río por permitirles tomar el agua que tanto necesitaban para sobrevivir.
La canción era tan bella, la voz tan llena de sentimientos bondadosos, que Náyade dejó caer dos lágrimas de sus hermosos ojos y, con ellas, alivió el odio que sentía por aquellos extranjeros y les perdonó.

El Maribeltz izó las velas de nuevo y se alejó de la isla dejando a la diosa atrás. Esta tardó unos días aún en recuperarse de los efectos calmantes que la canción le había provocado, aunque enseguida volvió a hundir barcos y a ahogar incautos, tal vez buscando a ese barco que había logrado escapar usando la más vieja de las armas para calmar fieras: la música.


(Texto de Amparo Kreysa)







LA NAYADE Y LA AMAZONA

La náyade acudió al desafío. Sabía de lo punzante y afilado de las flechas de la amazona y decidió cubrirse con un vestido de sombra, para al anteponerlo hallar una menuda protección ante las lanzadas de aquella mujer decidida y mortal, que sin ningún vestigio de temor se enfrentaría a ella en la playa.
Las palabras en modo de sortilegios y maldiciones, eran de la náyade su arma más eficaz y con ella trastornaría la mente de la aquella morena de rasgos largos y marcados. Después la haría entrar en el agua de la playa para hacer que caminara paso a paso hacia los fondos, en donde daría buena cuenta de ella desgarrando sus carnes y de seguido devorarla.
Sombreó el comienzo de la arena, donde a media distancia la feroz la buscaba con su mirada.
La amazona, tuvo certeza al instante donde se encontraba su enemiga, nada más ver aquella forma que se extendía como una fabulosa y flotante cascada, veteada de sombríos y transparencias. Tras ellas se adivinaban algunas de las curvas semihuidas de su bien cincelado cuerpo.
Trotó hacia ella, mientras extraía de su carcaj la primera de las flechas con precisos movimientos tan certeros, como lo serían sus tiros uno tras otro, una vez estuviese a distancia apropiada su contrincante y sin posibilidad de huida.
La náyade siguió avanzando con paso firme hacia su oponente, la vida se la jugaba sin aspavientos ni intimidaciones, la tranquila compostura era instrumento necesaria en estos trances y ella como nadie dominaba tales momentos. Además le atraían los desafíos y sabía que la amazona representaba la tradición de aquella tribu de guerreras que dejaron hacía mucho de ser débiles mujeres ante los hombres, que ahora les huían despavoridos al oír el primer silbido de las rasgaduras del aire ante el punzar de sus flechas.
Sí, aquella situación le excitaba, antes de acabar con ella acariciaría su hermoso cuerpo, antes de exhalar su último suspiro apreciaría la suavidad de sus manos recorriendo con lujuria su piel oscura, antes de perder el sentido besaría su cabeza dando consciencia a su razón para que percibiese con claridad cómo le venía la parca encima, antes de despedazarla vería el fulgor de sus blancos dientes, antes de devorarla oiría de por su boca los gemidos de placer ante el banquete que ella la náyade victoriosa, se daría a su costa…pero primero tenía que vencerla y no sería fácil.
La amazona liberó de sus dedos la primera de las flechas que acudió en una arista brillante, hacia el lugar donde estaría el centro de su pecho tras la túnica de tinieblas.
Hirió el vestido dibujando en el un orificio blanco, causando un dolor intenso en la náyade, que dominó sin perder el compás de sus pasos hacia la mortal contrincante semiprotegida por aquel tembloroso vestido azabache. Aquella primera flecha quedó clavada y pronto un intenso y brillante rojo se derramó por entre sus pliegues, pero la náyade tras un escaso trastabillar recuperó el avenido compás de sus pasos.  
Tras la sorpresa de la amazona ante la imperturbabilidad de la náyade como respuesta a su certero flechazo, después de un momento de extrañeza pero sin dejar por un instante de trotar hacia ella, extrajo con un movimiento rápido la segunda flecha, escogiéndola al tacto entre todas por su filo mellado y la punta más plana buscando un desgarro mayor en las carnes ocultas, pero para entonces ya de la náyade podían ser escuchadas las palabras del hechizo dispuesto y su mención encontró en la amazona destino haciendo titubear sus zancadas, al penetrar en ella las palabras ofuscando tibiamente la razón de la recibida.
De la sombra no brotaban tan intensas las palabras y al igual que en la amazona, la sorpresa se adueñó de la náyade notando que el poder de sus runas disminuían al manar de tras sus velos.
Mientras, el objeto de la disputa, aquel bajel pirata, sobrevivía a duras penas entre el oleaje provocado por la náyade.
La contienda podría no alargarse mucho y era imperioso alejarse de aquella costa, fugarse de la amenaza de aquellas rocas, que deseaban ansiosas escuchar el crujir de la madera.
La amazona había contemplado el brete en el que se encontraban los piratas, y decidió interponerse desafiando a la fiera inhumana, por proteger el magnífico mascarón de la nave tallado en su proa que curiosamente representaba otra náyade.
DUA, que así se llamaba la amazona, reconoció la faz de la que era adorada y protectora de la tribu de donde fue secuestrada de niña, decidiendo en un instante que no podía desaparecer bajo las aguas del estuario.
La tallada en la proa del Maribeltz no fue una náyade común, ella también escapó de sus congéneres y por el naufragio iría presa por siempre unida al pecio en que se convertiría el Maribeltz, para reposar en el fondo de los mares salados y eso era algo que ella no iba a consentir por nada. La representada cuyo nombre era NAYDET, era una náyade de aguas dulces y sería un tormento pensó, el ser invadidas sus entrañas para siempre por las salobres aguas de la desembocadura.




La vida de los hombres le importaba bien poco, la de sus hermanas tampoco lo suficiente ante la elección entre diosa o ellas, pero sobre todo aquella náyade que se entrometía por capricho cuando le daba la gana tenía que recibir muerte rauda….
La náyade, furiosa porque aquel barco de bandera negra navegara las aguas dulces de su río sin su consentimiento, había lanzado un conjuro por el que una opulenta masa de agua arrastró hacia la boca del río de nuevo a la nave, para que el temporal del que se refugiaran los marinos en su río, los terminase de hundir. Naufragarlos y masacrarlos, eso era lo decidido y aunque ella habitaba en las aguas dulces, haría esta vez una excepción y mostraría toda su gala de ferocidades una vez hundido el bajel. Sería su caprichosa venganza.
Pero aquella cazadora de hombres se había interpuesto en sus deseos desafiándola con sus flechas.




La náyade disgustada por la poca eficiencia de sus maldiciones impedidas por los velos, se desembarazó del vestido volándolo de ella...
Hendía el aire ya la segunda flecha, buscando la diana en la sombra de la náyade, acudían nuevos sortilegios hacia los oídos de la amazona.
La playa estaba inundaba de ira, el Maribeltz zozobraba, aunque no era óbice para que Trumoia con su ojo sano, repartiese sus miradas entre las amenazadoras olas y la contienda en la arena… 
¿Qué conclusión tendría el conflicto? ¿Podrá más el antojo de la náyade con sus sortilegios o la decisión de la amazona y sus certeras flechas?

(Texto de Mikel Barrero