miércoles, 15 de febrero de 2012

MUSA IBN MUSA

MUSA IBN MUSA


El cuarto personaje se llama Musa Ibn Musa
El texto corresponde a JOSETXO ORUETA, que tiene publicado una novela (histórica), por la que nos conocimos, que hace referencia a la batalla de Roncesvalles, entre las tropas francas bajo mando de Carlomagno y con el héroe Roldán al mando de su retaguardia, enfrentadas, a su vuelta del saqueo y destrucción de Pamplona, a miles de Vascones llegados desde la mar, la montaña y la llanura...
Josetxo liga su personaje en el MARIBELTZ a estos sucesos acaecidos en el año 778.
La novela, "El Cantar de Orreaga", me hizo conocer a Josetxo y pedirle un relato del que después haría el dibujo que aquí debajo ilustra la intensa descripción de su personaje, que ya navega a bordo del MARIBELTZ.







Texto de JOSETXO ORUETA



Musa ibn musa llevaba el nombre de un ilustre antepasado, príncipe del clan Banu Qasi, padre adoptivo del fundador de un reino.
Así fue al menos, como el se presentó, y luego calló. No volvió a oírse de su boca una frase tan larga como aquella que nadie creyó. Pero la incredulidad no fue debida a lo estrambótico de su presentación sino a una costumbre imperante en las islas de los hombres libres: no creer nunca explicación alguna. De esta manera no había fronteras entre la verdad y la afabulación. Todos aquellos hombres, en algún momento y dependiendo de la cantidad de alcohol consumida, provenían de familias ilustres, habían seducido a hermosas y ricas doncellas, y, sobre todo, habían realizado hazañas dignas de entrar en cualquier leyenda.
Pero Musa callaba.
Una sola vez, animado por una prostituta enternecedora y una jarra de licor sin nombre, habló de su tierra, a la que llamó Nabarra, cuyos hijos vivían mirando a la montaña y de donde, misteriosamente, provenían marineros sagaces y testarudos.
Todos rieron ante semejante absurdo. Musa parecía más bien un descendiente de Amilcar cruzado con alguna furcia berebere. Su tez morena y sus ojos de carbón traicionaban su verdadero origen: dijera lo que dijera, Musa era un hijo de Alá.
Algunos lo llamaban "El Príncipe", seguramente por su porte elegante y la finura de sus rasgos y de sus manos. Los aros de sus orejas y aquella barba fina y recortada contribuían a darle un aire aristocrático que contrastaba con la brutalidad del entorno.
A pesar de su aspecto, Musa no estaba apartado del grupo. Gastaba su parte del botín igual que los demás, en alcohol y prostitutas. Bebía, escuchaba y a menudo reía, pero no a grandes carcajadas, sino con una extraña discreción, sin expresar alegrías, como si la propia risa lo distanciara del mundo.
A los compañeros más antiguos de Musa, oír aquella medio risa en el jolgorio de una taberna les helaba la sangre, pues era el mismo sonido que él profería al degollar o atravesar a sus víctimas durante un abordaje.
En combate, el arma más mortífera de Musa era la frialdad. Repartía dolor y muerte sin ferocidad, manejando con destreza una larga cumia encorvada. Él solía ser el único que renunciaba a ingerir alcohol antes de un abordaje. Todos sus compañeros preferían empaparse en licores para sentirse invulnerables en la batalla; él, en cambio, deseaba ser consciente de que cada momento podía ser el último.
La muerte no era deseable ni aterradora; simplemente llegaría y Musa, largo tiempo atrás, había decidido que aquello no importaba. La vida, su vida o la de cualquier otro, carecía de valor.
Mas esta constatación no lo entristecía, al contrario, le permitía seguir viviendo en el ámbito que él había elegido; una embarcación pirata.
Para muchos, el mar era sinónimo de libertad y de espacio; el barco, en cambio, parecía una pequeña prisión. Musa sentía aquella libertad al revés que los demás.
Para él, el océano infinito era una cárcel de una sola pared. No hay prisión más cruel que la falta de caminos, donde avanzar y retroceder son la misma cosa, donde no existen referencias visuales ni temporales, un desierto vacío de promesas, de objetivos, de esperanzas. El calabozo más angosto no está hecho de cuatro paredes, sino de espacio infinito, donde puedes desplazarte siempre, pero nunca ir a ninguna parte.
El barco, en cambio, ese territorio exiguo, limitado, ese espacio truncado y acotado, ofrecía a Musa una licencia para escapar. Allí donde otros hombres se sentían encerrados, él encontraba paisajes humanos que explorar, historias vividas por las que caminar.
Musa observaba y escuchaba. Escuchaba los ruidos y los silencios; veía viajar a Cartamago sobre sus mapas, como si allí, en la mar, hubiese realmente valles, bosques y rutas. Oía los paisajes que sus compañeros cantaban en sus baladas nostálgicas; pasaba por la voz arrastrada del enorme Ponpón.
Las vidas de los hombres eran la libertad de Musa, esas vidas que, en cualquier momento se iban a interrumpir porque el destino invencible lo había decretado así.
Ni el placer ni la angustia formaban ya parte de los días de Musa.
Y una sola norma regía todo su pensamiento: nunca, ni por el día ni bajo la luna, dejarse atrapar por esperanza alguna.

No hay comentarios:

Publicar un comentario